Semidormido, agotado
tras una jornada nocturna de lectura incesable, leo y releo la historia del arte,
y me pierdo en el sin sentido de las palabras que no se meditan, la
concentración se aturde, en el agudo llanto de un vaso desquebrajándose contra
el despiadado y rígido suelo. Apunto la mirada a aquel accidente y me deleito
viendo como el agua antes contenida en aquel recipiente, ahora se dispersa y deja
guiar por las hendijas de la cerámica verde; aquella que en un primer momento
fue elegida para aludir a campos relucientes y efervescentes de vitalidad; pero
que a fin de cuentas termino siendo solo una superficie fría e irrelevante, de
un espacio vacío de emoción, a no ser por la poética de aquel recorrido hídrico
engalanado con el vidrio roto, e iluminado con la luz amarillenta y
contrastante de la lámpara de mesa, a la que se le suma la paranoia del
jornalero de la creatividad, que ve en este insignificante acontecimiento, la
escena del asesinato esquizofrénico de un enigmático individuo traslucido, al
que ni siquiera conozco, pero que sin duda alguna, mi fiel bruno si ha podido
ver; él es un viejo can enceguecido por los pelos gruesos y polvorientos, que cubren
las tres cuartas partes de su cuerpo y sobre todo sus ojos, aunque esto no le
impide atender a toda sombra o leve sonido, que frente a su presencia desfila.
Tras el sobresalto de
ambos, se deduce que el acto enigmático de este fallecimiento , solo pudo haber
sido causado, por una mente atormentada, desesperada y altamente sensible por
las injusticias de un bombillo a medio morir, palpitante e intermitente, que
desvela un sueño descoordinado, entre pasión y carpas de circo; en el que la
bestia, a punto de penetrar el aro de fuego y arder en las llamas del
desenfreno letal de un éxtasis subliminal, despierta inadvertidamente con su
seño arrugado, iracundo con los ojos oscuros y letales, como si les recorriera
sangre ennegrecida y putrefacta, estira su brazo por encima de un libro lleno
de letras e ilustraciones somnolientas, hasta chocar con una fuerza implacable,
contra el cristalino contenedor viajero de los aires, que va descendiendo en
picada hasta su colisión, en esquirlas de heridas cortantes, bajo la maraña
polvorienta de un ladrido del can a media noche.
Autor: Valentín Marín Jaramillo
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