Viernes,
Cinco de la tarde, llovía.
Él
era un hombre guapo pero tímido, solitario y hasta algo torpe, tal vez, muy
torpe. Trabajaba en la última oficina de aquel pasillo oscuro en ese gran
edificio de la calle más transitada de la capital, en su fachada colgaba un
letrero de fondo blanco y letras azules pintadas a mano “oficina de correos”.
Eran
las siete de la noche cuando él salió de su trabajo, se dirigía a la estación
del tren. Mientras esperaba el tren que lo llevaría a su casa la vio, usaba un
bonito vestido azul, era hermosa y llevaba consigo un paquete, al parecer
estaba apurada pues miraba el reloj de la estación cada dos o tres segundos,
debía llegar a tiempo a algún sitio que él no imaginaba. Al fin llegó el tren,
él subió detrás de ella y la observó hasta que él llegó a su destino, se bajó
del tren y deseó algún día volverla a ver.
El
lunes siguiente se realizaron cambios en la oficina de correos, a él de ahora
en adelante le tocaría atender público y eso al parecer le molestaba, su
torpeza lo ponía nervioso y eso lo hacía sudar, pensar se convertía en la tarea
más difícil del mundo y él era de los pocos que lo hacían bien en aquel lugar,
claro, eso mientras no tuviera la obligación de hablar con gente desconocida
dispuesta a juzgar su labor.
Había
tantas personas en la cola que él no tenía contacto visual con nadie, sin
embargo, entre el recibir paquetes e identificaciones se percató que algo le
resultaba familiar, era su foto, había olvidado aquel encuentro casual en la
estación pero esa foto se lo recordó, era ella, era hermosa y tenía un bonito
nombre. Solo por curiosidad, subió la mirada y sus ojos se cruzaron con los de
ella, ella le sonrió e inmediatamente después el sudor le bajaba por la frente,
sus dedos temblaban y se equivocó digitando su identificación el mayor número
de veces en todo el día, tres, pero eso lo enojaba y lo enojaba aún más el
darse cuenta treinta minutos después que ella no reclamó su identificación y él
tampoco se la dio.
Martes, miércoles, jueves, ella no
volvió, tal vez no la volvería a ver, pero seguramente ella necesitaba su
identificación y volvería cualquier día. Así fue, ella volvió ese viernes con
otro paquete y se lo entregó pero antes de que él pudiera al menos levantar la
mirada, ella le entrego una identificación diferente, tenía su foto sí, pero
tenía otro nombre y era tan bonito como el anterior. Esta vez él no sudaba
simplemente porque lo que sucedía le parecía tan extraño que olvidó su timidez
y su torpeza, no se equivocó, solo pensó. Esta vez, la que parecía nerviosa era
ella.
Eran
las 7 de la noche y él continuaba su rutina, se dirigía a la estación del tren
y finalmente a su casa, cocinaría algo para él, buscaría alguna absurda
película en televisión y dormiría. Allí estaba ella, apurada, nerviosa
esperando de nuevo el tren y a él se le ocurrió cambiar sus planes y seguirla
sin que ella se diera cuenta.
Faltando
una estación para finalizar el recorrido ella se bajó y caminó hasta una casa
común y corriente como cualquier otra, él se bajó detrás y entro a la cafetería
que estaba al otro lado de la calle y se sentó, como no, en la ventana para
poder observar y pidió una cerveza porque era viernes y estaba lejos de casa.
La puerta de la casa se abrió y salió un hombre alto y musculoso quien miro
primero a ambos lados de la calle antes de dejarla entrar, la agarró del brazo
y de un tirón la llevó al interior de la casa. Él pagó su cerveza y cruzo la
calle para asomarse por la ventana de la casa, empezó a sentir miedo por ella y
algo le decía que algo no andaba bien. Escuchó gritos y sollozos, parecía una
pelea, una grande, debía entrar y entonces la salvaría, la llevaría a casa, la
protegería, ¡se enamorarían!, ¡se casarían!
Él
era alguien torpe, tal vez muy torpe.
Autor: Michelle Alexandra Caicedo Alvarez
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