jueves, 27 de marzo de 2014

La cucha


Estaba ese día trémula e increíblemente absorta en su existencia. Solía pasarse el día haciendo la rutina que había venido haciendo hace años.  Podía sentarse en la misma silla a recitar las mismas imprecaciones a los tres extraños que vivían con ella en la casa vieja, lúgubre y acabada por el tiempo y los lastres del  Santander andino, montañoso e inmisericorde con este que antes fue un hogar lleno de gloría y regocijo encumbrado. 

Así como perecía allí, también  amaba ese lugar con las paredes de barro pisado, entechado en teja de barro con vigas de madera recia y caña brava, con pisos de tableta verde y amarillo y ese solar grande con aires de finca que se erigía hoy soso, donde se pasaba el día.

¡Nonita  venga a comer!  La llamaba una de los que vivía allí, se llamaba Gladys, una mujer de ojos claros de unos cincuenta años, alta, con un aire taciturno y tierno, diligente y apurada pues era la hora del almuerzo;  y es que una mujer de casa a la hora del almuerzo, no solo en Bucaramanga, esta apurada para despachar a todo el mundo.

La vida en la casa siempre había girado en torno a la mesa del comedor  y a su comida principal que era el almuerzo; ya después de terminado el almuerzo uno puede hacer lo de uno,  decía Gladys motivando a la vieja para que fuera a almorzar.

El concierto de las aves del patio surcado de helechos es interrumpido por el sonido de la vecina golpeando a la puerta.

-Llegó Doña Rosa,  ¡abran! ¡Abran que se va! ¡Abran!

Es que la venida de la vecina era a veces lo único que pasaba en el día, y había que abrirle la puerta porque siempre iba de afán.

En el corredor que une la entrada  con el patio que se dirige al solar, caminaba horonda la viejita de unos 80 años trayendo en sus manos unos plátanos de la cosecha en la finca.

-¿Y qué Felipa, ya almorzó?

-¡Nada señora Rosita!, no me han dado nada.

-¿Cómo así? Si es que  acaba de terminar y fue y se sentó en el solar a reposar. (Gladys)

-Sí Nona, no diga eso. (Camilo)

-¡Mentira señora Rosita! Que yo no he comido nada.

- Felipa, solo venía a saludarla y a darle este presente, son unos platanitos que traje de la finca.

-Gracias Señora Rosita, démelos a mí, que si no, no me los dan ni a mirar.

Ya ida la vecina todo parecía normal, sonaba el Intermezzo No 4 de Luis A Calvo, como si él mismo lo estuviera tocando, combinado con el concierto de los pericos y cacatúas y la armonía tenue del viento templado, la tarde seguiría como todas…

De repente vio que se iba el marido de Gladys, padre de Camilo.

¡Salió y se fue! Decía puerilmente, y a la vez pensaba en cómo sería su vida fuera de la casa.

Pasada una media hora, el cielo se tornó oscuro, taciturno y desde ese solar podía de una manera u otra concebir el resto del pueblo de una manera tan terriblemente clara; ella escuchaba al norte el sonido de los caballos, los gritos y sollozos en  loma; y en ese momento lo supo: ¡era la chusma!

-¡Gladys!, ¡Gladys vámonos!,  vámonos agarre las cosas que ya viene la chusma, venga y escuche mija, ¡venga! Usted cochambre Camilo, venga y escuche pero rápido juepuerca que llegó la chusma.

Ella tardó mas en decirlo que en sentir las herraduras golpear el empedrado y cascajo al lado de la casa. Los sacaron uno por uno al frente, mientras hombres soeces de ánimo febril con su intimidante indumentaria allanaban la casa, en ese momento se preguntaba dónde estaría Agustín, porque si ven la foto del casorio y no lo encuentran, lo esperan y lo matan. Lloró.

Se la llevaron sola por una trocha a un lugar desconocido, donde había palmas en lugar de helechos, perros en lugar de aves y ya no estaban los extraños sino otros,  tres también y ya no le eran tan insoportables. Creía que la mantendrían retenida hasta que Agustín fuera por ella, por eso cada vez que escuchaba los pasos de un hombre, pensaba en él y decía para si ¡mijito!

Agustín nunca llegó, pero los días eran igual de fútiles, ya había empezado a decir nuevas maledicencias entrecortadas e insonoras a los tres extraños con los que moraba en la “lata de sardinas”, como se refería al lugar.

Recordaba que vivir con la Gladys era malo, pero esto es un mierdero, pensaba, y las dos guarichas esas no hacen sino sonreírme, sabiendo que me pueden dejar ir y que digan que me les volé, yo mejor me voy a mi casa.

Era bien noche, sintió que alguien le arrebataba el cuerpo, solo veía luces y eso, de vez en cuando; pero lo asumía como una experiencia onírica de esas que tenía cuando Agustín se iba a trabajar al monte, a hacer las carreteras que traían la huerta de Málaga, ¡Ay Málaga!

Recorrió Málaga con el pensamiento, todo San Andrés, pasó por las iglesias y rezó varios padre nuestros  y le pidió a Dios que acabará con la incertidumbre de no saber nada de Agustín.

Subió por la calle de la plaza el domingo de mercado, olía a huerta fresca, las cuajadas y los tamales para la venta, veía a los Tarazona en la venta de las mantecadas y arepas cariseca.
Continuó el recorrido en el internado de Piedecuesta donde conoció al Agustín que era el Jardinero mas mozo que ella jamás vio y con el que se voló de las monjas para Casarse en Bucaramanga, a las tres de la mañana en la iglesia de San Laureano.

Se fue a comprar al centro con los chinos cargados con una mano y el mercado con la otra, bautizó los chinos, los llevó al colegio, los graduó más tarde los casó, con buenas nueras; enterró a un chino, lo lloró…

Y así siguió viendo la vida, desvivida por los años hasta que despertó.

Estaba en un cuarto blanco, llena de cables y ruidos de máquinas ensordecedoras, a su alrededor estaba Gladys, se veía cansada y con cara de trasnocho, y cuando sus miradas se cruzaron, le habló.

-Mamá tranquila ya le llamo la enfermera.

Se preguntaba por Camilo y Andrés, los nietos; y por todos. Por un momento tubo la certidumbre de quien era y supo que había estado los últimos años loca. Durmió.

Despertó una noche fastidiada por los ruidos de las máquinas y antes de irse a encontrar con el Agustín a la última que escuchó fue a la enfermera.

-¡Se murió la cucha!  
Autor: Pablo Andrés Vergel.

1 comentario: