Estaba ese día trémula
e increíblemente absorta en su existencia. Solía pasarse el día haciendo la
rutina que había venido haciendo hace años.
Podía sentarse en la misma silla a recitar las mismas imprecaciones a
los tres extraños que vivían con ella en la casa vieja, lúgubre y acabada por
el tiempo y los lastres del Santander
andino, montañoso e inmisericorde con este que antes fue un hogar lleno de
gloría y regocijo encumbrado.
Así como perecía
allí, también amaba ese lugar con las
paredes de barro pisado, entechado en teja de barro con vigas de madera recia y
caña brava, con pisos de tableta verde y amarillo y ese solar grande con aires
de finca que se erigía hoy soso, donde se pasaba el día.
¡Nonita venga a comer! La llamaba una de los que vivía allí, se
llamaba Gladys, una mujer de ojos claros de unos cincuenta años, alta, con un
aire taciturno y tierno, diligente y apurada pues era la hora del almuerzo; y es que una mujer de casa a la hora del
almuerzo, no solo en Bucaramanga, esta apurada para despachar a todo el mundo.
La vida en la casa
siempre había girado en torno a la mesa del comedor y a su comida principal que era el almuerzo;
ya después de terminado el almuerzo uno puede hacer lo de uno, decía Gladys motivando a la vieja para que
fuera a almorzar.
El concierto de las
aves del patio surcado de helechos es interrumpido por el sonido de la vecina
golpeando a la puerta.
-Llegó Doña
Rosa, ¡abran! ¡Abran que se va! ¡Abran!
Es que la venida de
la vecina era a veces lo único que pasaba en el día, y había que abrirle la
puerta porque siempre iba de afán.
En el corredor que
une la entrada con el patio que se
dirige al solar, caminaba horonda la viejita de unos 80 años trayendo en sus
manos unos plátanos de la cosecha en la finca.
-¿Y qué Felipa, ya
almorzó?
-¡Nada señora
Rosita!, no me han dado nada.
-¿Cómo así? Si es
que acaba de terminar y fue y se sentó
en el solar a reposar. (Gladys)
-Sí Nona, no diga
eso. (Camilo)
-¡Mentira señora
Rosita! Que yo no he comido nada.
- Felipa, solo
venía a saludarla y a darle este presente, son unos platanitos que traje de la
finca.
-Gracias Señora
Rosita, démelos a mí, que si no, no me los dan ni a mirar.
Ya ida la vecina
todo parecía normal, sonaba el Intermezzo No 4 de Luis A Calvo, como si él
mismo lo estuviera tocando, combinado con el concierto de los pericos y
cacatúas y la armonía tenue del viento templado, la tarde seguiría como todas…
De repente vio que
se iba el marido de Gladys, padre de Camilo.
¡Salió y se fue!
Decía puerilmente, y a la vez pensaba en cómo sería su vida fuera de la casa.
Pasada una media
hora, el cielo se tornó oscuro, taciturno y desde ese solar podía de una manera
u otra concebir el resto del pueblo de una manera tan terriblemente clara; ella
escuchaba al norte el sonido de los caballos, los gritos y sollozos en loma; y en ese momento lo supo: ¡era la
chusma!
-¡Gladys!, ¡Gladys
vámonos!, vámonos agarre las cosas que
ya viene la chusma, venga y escuche mija, ¡venga! Usted cochambre Camilo, venga
y escuche pero rápido juepuerca que llegó la chusma.
Ella tardó mas en
decirlo que en sentir las herraduras golpear el empedrado y cascajo al lado de
la casa. Los sacaron uno por uno al frente, mientras hombres soeces de ánimo
febril con su intimidante indumentaria allanaban la casa, en ese momento se
preguntaba dónde estaría Agustín, porque si ven la foto del casorio y no lo
encuentran, lo esperan y lo matan. Lloró.
Se la llevaron sola
por una trocha a un lugar desconocido, donde había palmas en lugar de helechos,
perros en lugar de aves y ya no estaban los extraños sino otros, tres también y ya no le eran tan
insoportables. Creía que la mantendrían retenida hasta que Agustín fuera por
ella, por eso cada vez que escuchaba los pasos de un hombre, pensaba en él y
decía para si ¡mijito!
Agustín nunca
llegó, pero los días eran igual de fútiles, ya había empezado a decir nuevas
maledicencias entrecortadas e insonoras a los tres extraños con los que moraba
en la “lata de sardinas”, como se refería al lugar.
Recordaba que vivir
con la Gladys era malo, pero esto es un mierdero, pensaba, y las dos guarichas
esas no hacen sino sonreírme, sabiendo que me pueden dejar ir y que digan que
me les volé, yo mejor me voy a mi casa.
Era bien noche,
sintió que alguien le arrebataba el cuerpo, solo veía luces y eso, de vez en
cuando; pero lo asumía como una experiencia onírica de esas que tenía cuando
Agustín se iba a trabajar al monte, a hacer las carreteras que traían la huerta
de Málaga, ¡Ay Málaga!
Recorrió Málaga con
el pensamiento, todo San Andrés, pasó por las iglesias y rezó varios padre
nuestros y le pidió a Dios que acabará
con la incertidumbre de no saber nada de Agustín.
Subió por la calle
de la plaza el domingo de mercado, olía a huerta fresca, las cuajadas y los
tamales para la venta, veía a los Tarazona en la venta de las mantecadas y
arepas cariseca.
Continuó el recorrido en el internado de Piedecuesta donde conoció al Agustín que era el Jardinero mas mozo que ella jamás vio y con el que se voló de las monjas para Casarse en Bucaramanga, a las tres de la mañana en la iglesia de San Laureano.
Continuó el recorrido en el internado de Piedecuesta donde conoció al Agustín que era el Jardinero mas mozo que ella jamás vio y con el que se voló de las monjas para Casarse en Bucaramanga, a las tres de la mañana en la iglesia de San Laureano.
Se fue a comprar al
centro con los chinos cargados con una mano y el mercado con la otra, bautizó
los chinos, los llevó al colegio, los graduó más tarde los casó, con buenas
nueras; enterró a un chino, lo lloró…
Y así siguió viendo
la vida, desvivida por los años hasta que despertó.
Estaba en un cuarto
blanco, llena de cables y ruidos de máquinas ensordecedoras, a su alrededor
estaba Gladys, se veía cansada y con cara de trasnocho, y cuando sus miradas se
cruzaron, le habló.
-Mamá tranquila ya
le llamo la enfermera.
Se preguntaba por
Camilo y Andrés, los nietos; y por todos. Por un momento tubo la certidumbre de
quien era y supo que había estado los últimos años loca. Durmió.
Despertó una noche
fastidiada por los ruidos de las máquinas y antes de irse a encontrar con el
Agustín a la última que escuchó fue a la enfermera.
-¡Se murió la
cucha!
Autor: Pablo Andrés Vergel.
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