jueves, 27 de marzo de 2014

Hijo de un dios menor

Siempre he tenido fe, aún después de ver como la más pura felicidad se me escapaba de las manos. Aquél día dejé de creer en un Dios tan abstracto y pasé a adorar algo más físico y presente, el amor humano. Ese que aparece en las flores, en nuestros sueños, en las sílabas que pegamos lentamente una tarde lluviosa en un oído amado, ese que no admite sacrificios injustos ni falsas pruebas de arrepentimiento. Mi antiguo Dios no podía justificar lo que para mí era la muerte de Irene, sin embargo, ahora, bajo la potestad de mi nuevo padre, mi nuevo dios, puedo comprender que no hubo muerte alguna pues el sentimiento sigue vivo.

Irene es la persona más encantadora y hechizante que he conocido. No era perfecta a los ojos de nadie pero toda ella era una construcción imperfectamente fascinante de la naturaleza. Jamás hubiese llegado a ser demasiado buena, ella lo sabía, y me fascinaba que lo  intentase a cada momento. La conocí cuando despertaba de mi siesta habitual debajo de un hermoso árbol cerca a la casa de mi abuela, a las afueras de la ciudad. Adoro estar ahí. Todo es siempre pacífico y hermoso. Nunca había visto a nadie más en ese lugar. Ese árbol era de mi entera exclusividad pero ella, al parecer, no lo sabía o pretendía desconcertarme pues allí estaba mirándome fijamente.

 -¿Qué haces aquí?-le pregunté.  

 Me sentí realmente estúpido haciendo esa pregunta, así que sin que me respondiera se la cambié por un ¿Quién eres? 
Me dijo que solía ir a ese árbol a leer. Al escuchar eso me percaté que detrás suyo había una bicicleta y en la canasta de ésta algunos libros, no sabía si creerle pero me llamó mucho la atención el brillo en sus ojos. No es un brillo de estos lados del país, pensé. De hecho, puedo decir que ese brillo no pertenece a lugar conocido. Le dije que podía leer sin ningún inconveniente pues yo ya había terminado mi siesta. Ella respondió graciosamente diciendo que ya lo había hecho, que había leído ruidosamente mientras yo roncaba, es más, que también procedía a irse pero quería preguntarme sobre mis sueños. Al parecer, había intercalado mis ronquidos con pequeñas sonrisas. No creo en el amor a primera vista pero sí a primera charla. Ese día hablamos durante horas hasta que la noche cayó pesadamente sobre nuestros hombros.  

Durante varias semanas repetimos el mismo ritual. Yo hacía mi siesta y cuando despertaba la encontraba junto a mí, leyendo en voz alta y de una manera muy pausada. Al verme despierto interrumpía su lectura y hablábamos hasta que el sol se ocultaba. Nunca hablamos de nuestras vidas o experiencias, sólo de lo que ella leía, de esos personajes y situaciones que le entretenían, de los pensamientos que pasaban por tales humanos de tinta que nos acompañaban cada tarde. Nada más se nos hacía importante. 

Decidimos un día caminar, recorrer al menos el lugar que nos rodeaba, explorar el riachuelo que quedaba cerca, espantar los pájaros que acechaban las plantaciones, darle descanso a nuestro árbol. No fue idea mía, la verdad me tenía sin cuidado algo distinto a dormir y despertar encontrándola junto a mí. Fue algo de ella. Aquél día no llevó su bicicleta, no quise suponer que se le hubiese dañado o que realmente viviera cerca, sin duda tenía algo en mente. Me asusté, naturalmente, pues las cosas estaban a punto de cambiar y yo no necesitaba nada más, no podía ser más feliz. 

Caminamos larga y extrañamente durante horas, sin testigos, sin vida, sin viento. La mayor parte del tiempo sólo miraba sus ojos y escuchaba sus palabras. No sé cómo no tropecé ni cómo ella pudo hablar durante lo que fue una eternidad sin recibir respuesta o expresión alguna en mi rostro, salvo el profundo deseo de no querer parar nunca aquél recorrido. Volvimos al árbol al caer el sol. Su bicicleta y sus libros estaban allí, esperándonos. Nuestros amigos de tinta conversaban sobre trivialidades y gozaban sonoramente nuestra ausencia. Irene no hizo ningún comentario. En ese momento calló para siempre. Me miró una vez más con sus iluminados ojos, agarró mi mano y me pidió perdón en silencio, me pedía perdón todo su cuerpo. Yo asentía mientras me derrumbaba.  

Desperté al otro día. El ruido cerca al árbol era ridículo. Todo mi ser estaba adolorido y lloroso. Me limpié un poco las ropas, espanté el ruido de mi cabeza, tomé su bicicleta, sus libros, y caminamos ciegamente buscando algún rastro de ella.  

   Todavía camino. La bicicleta se cansó al poco tiempo, su abandono fue peor.
 
Autor: Edwar Samir Posada Murillo.
 

7 comentarios:

  1. "No creo en el amor a primera vista pero sí a primera charla." Gracias

    ResponderEliminar
  2. Es agradable leer en frases sencillas algunas de las condiciones humanas que nos determinan en momentos específicos.
    Lograste llegar a un final impactante a pesar de que éste al inicio ya estuviese presupuesto. La figura de la bicicleta me gustó mucho.

    ResponderEliminar
  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  4. Sencillamente hermoso.

    ResponderEliminar