-¿Qué
haces aquí?-le pregunté.
Me sentí realmente
estúpido haciendo esa pregunta, así que sin que me respondiera se la cambié por
un ¿Quién eres?
Me dijo que solía ir a ese
árbol a leer. Al escuchar eso me percaté que detrás suyo había una
bicicleta y en la canasta de ésta algunos libros, no sabía si creerle pero me
llamó mucho la atención el brillo en sus ojos. No es un brillo de estos lados
del país, pensé. De hecho, puedo decir que ese brillo no pertenece a lugar
conocido. Le dije que podía leer sin ningún inconveniente pues yo ya había
terminado mi siesta. Ella respondió graciosamente diciendo que ya lo había
hecho, que había leído ruidosamente mientras yo roncaba, es más, que
también procedía a irse pero quería preguntarme sobre mis sueños. Al parecer,
había intercalado mis ronquidos con pequeñas sonrisas. No creo en el amor a
primera vista pero sí a primera charla. Ese día hablamos durante horas hasta
que la noche cayó pesadamente sobre nuestros hombros. Durante varias semanas repetimos el mismo ritual. Yo hacía mi siesta y cuando despertaba la encontraba junto a mí, leyendo en voz alta y de una manera muy pausada. Al verme despierto interrumpía su lectura y hablábamos hasta que el sol se ocultaba. Nunca hablamos de nuestras vidas o experiencias, sólo de lo que ella leía, de esos personajes y situaciones que le entretenían, de los pensamientos que pasaban por tales humanos de tinta que nos acompañaban cada tarde. Nada más se nos hacía importante.
Decidimos un día caminar, recorrer al menos el lugar que nos rodeaba, explorar el riachuelo que quedaba cerca, espantar los pájaros que acechaban las plantaciones, darle descanso a nuestro árbol. No fue idea mía, la verdad me tenía sin cuidado algo distinto a dormir y despertar encontrándola junto a mí. Fue algo de ella. Aquél día no llevó su bicicleta, no quise suponer que se le hubiese dañado o que realmente viviera cerca, sin duda tenía algo en mente. Me asusté, naturalmente, pues las cosas estaban a punto de cambiar y yo no necesitaba nada más, no podía ser más feliz.
Caminamos larga y extrañamente durante horas, sin testigos, sin vida, sin viento. La mayor parte del tiempo sólo miraba sus ojos y escuchaba sus palabras. No sé cómo no tropecé ni cómo ella pudo hablar durante lo que fue una eternidad sin recibir respuesta o expresión alguna en mi rostro, salvo el profundo deseo de no querer parar nunca aquél recorrido. Volvimos al árbol al caer el sol. Su bicicleta y sus libros estaban allí, esperándonos. Nuestros amigos de tinta conversaban sobre trivialidades y gozaban sonoramente nuestra ausencia. Irene no hizo ningún comentario. En ese momento calló para siempre. Me miró una vez más con sus iluminados ojos, agarró mi mano y me pidió perdón en silencio, me pedía perdón todo su cuerpo. Yo asentía mientras me derrumbaba.
Desperté al otro día. El ruido cerca al árbol era ridículo. Todo mi ser estaba adolorido y lloroso. Me limpié un poco las ropas, espanté el ruido de mi cabeza, tomé su bicicleta, sus libros, y caminamos ciegamente buscando algún rastro de ella.
Todavía
camino. La bicicleta se cansó al poco tiempo, su abandono fue peor.
Autor:
Edwar Samir Posada Murillo.
"No creo en el amor a primera vista pero sí a primera charla." Gracias
ResponderEliminarSam :)
ResponderEliminarEs agradable leer en frases sencillas algunas de las condiciones humanas que nos determinan en momentos específicos.
ResponderEliminarLograste llegar a un final impactante a pesar de que éste al inicio ya estuviese presupuesto. La figura de la bicicleta me gustó mucho.
Me gustó mucho. Es muy bonito Sami.
ResponderEliminarMUY CHEVERE FELICITACIONES
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarSencillamente hermoso.
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