Una mancha blanca se
expandía con prisa y arrebato por el negro de la pared. La pared encerraba
mucho y como todas las otras paredes, conocía historias que sólo llegan a causa
de su inanidad perpetua, por su cualidad de paciencia obligada, y bueno, más
que por alguna capacidad particular, por una gran suma de incapacidades.
La mancha era como
una premonición, un augurio tibio y expectante que deseaba esencialmente ser descifrado.
Era difícil leerlo, no eran letras. Aseguraba tan sólo verdades y emociones,
nunca ficciones magnificadas. Mutaba, evolucionaba.
En las mañanas frías,
era un augurio de cambio, un augurio de paz. Como en el idioma de la vanidad
dirían; viento cálido y sublime de verano en noche invernal, de respiro de
diosa, de llamado musical de lo etéreo. Aunque casi siempre no era éste el
caso.
Para el mediodía, la
mancha susurraba frases de odio para las horas muertas y el calor sofocante.
Injuriaba la belleza de la fecunda nación madre del suelo que soportaba la
pared que la contenía. Gritaba guerras, traiciones, cosas muy importantes,
esenciales, imprescindibles. Era tan irremediablemente honesta, que dado el
caso de que no existieran aquellas horas antes de la noche, hubiese sido cruel
y despiadadamente erradicada del negro de la pared. Pero la tarde ejercía su
efecto mágico y silenciaba la vida; mancha, paredes, todo.
Había calma, pero la
noche. La oscuridad de la naturaleza y el sueño de la vida podían sólo aportar
caos. El blanco se movía convulsivamente, quería escapar. Pequeños fragmentos
de la pared se desprendían inicialmente de un color tan blanco como puede
existir y mientras caían en camas, libros, cuadernillos, piel desnuda y
cabellos enredados, se convertían en pequeñas y valientes gotas de un líquido
denso y oscuro. Se reunían, se deshacían y amalgamaban de nuevo en garabatos,
cuentos, poemas, más manchas. Fueron por un tiempo sustento de una pareja de
almas viejas y cuerpos jóvenes.
Y así, empezaba todo
de nuevo una vez salía el sol. Sin embargo, la mancha crecía con los días, sus
palabras eran más mordaces y los poemas que daba a luz estaban llenos de amores
suicidas y resignación
de pueblo oprimido. Para las gentes sin memoria de esta habitación era como si
no hubiese existido nunca el negro en la pared. Ahora existían sólo pequeñas,
pequeñísimas manchas negras y las noches eran cada vez más violentas, los
movimientos más frenéticos.
Hasta este punto los
enigmas de la mancha habían resultado para la joven pareja que habitaba con
ella, fascinantes. Los mágicos impulsos los entretenían de una manera
excepcional. Llenaban su vida con la fantasía que tanto añoraban ambos. Sin
embargo, la centésima noche se produjo un cambio.
No había mancha ahora,
nadie se vio poseído por ningún impulso, de ningún tipo, nada. La habitación
estaba llena de calma y la pared, de nuevo negra completamente, parecía estar
limpia, inmaculada y con un particular olor a campo. Lo único visible en ella,
era una pequeña frase, reposando allí, en letra menuda y color azul cielo.
Decía: “Quizás tu atractivo esté en la incongruencia, de tus formas, tu rostro
y tu inocencia.”
Los jóvenes,
extrañados inicialmente por este nuevo comportamiento y más tarde por la
presencia de aquella frase, tuvieron muy diferentes impresiones al respecto. La
mitad femenina de la pareja se sintió inexplicablemente atraída por esta frase;
sentía que era para ella. Por otro lado, el resto de la pareja sintió una
aversión inexplicable en la misma medida hacia ésta; la sentía como un sofisma
de poeta artificioso, como una traición.
Esa noche durmieron,
sólo durmieron y esta vez un poco más separados. Ella, no sólo descansó; soñó y
reía mientras lo hacía. Él, difícilmente podía mantener los ojos cerrados.
La siguiente mañana
se encontraron con una sorpresa más, sus paredes no eran más negras, ni
blancas; eran ahora del azul cielo de la frase de la noche anterior, que ya no
era perceptible, aunque sólo por la limitación de los ojos humanos. Como era de
esperarse, ella sentía más suya la habitación ahora, era su color favorito. Él,
desesperado, decidió que era hora de pintar las paredes de nuevo si es que
querían seguir durmiendo allí. Proponía colores y diferentes lugares para
colocar el viejo colchón, mientras ella, sin escucharlo, estiraba sus músculos
sin pararse de la cama, envolviéndose cada vez más en las sábanas, respirando
esta mañana un olor de río virginal.
La noche llegó de
nuevo, y expectante, la pareja se acostó, engañándose ambos, diciéndose que
dormirían, pero ambos esperaban; cosas bastante diferentes, pero esperaban. Una
vez en penumbra, de repente vieron una nueva frase en un blanco que sólo la
ausencia de luz permitía apreciar. Parecía flotar,
diciendo:
“El tacto como sentido y como éxtasis artístico. Rozar como verbo y revelación
metafísica. Tu nombre como denominación y lingüística del deseo. Beso como
sustantivo e imposibilidad viciosa de una realidad en color. Verde como
desambiguación y pigmento del alma enamorada, como mañana y visión.”
Ella, de ojos verdes,
confirmó lo que sospechaba; estas letras renovadas le hablaban de otra parte,
le decían que era amada. Él, quiso controlarse, pero le fue imposible. Tomó sus
tizas y empezó a rayar erráticamente la pared. Se valió de arcos viejos y de
hasta sus manos desnudas para intentar erradicar aquello que existía en las
poseídas moles de concreto o que por lo menos se manifestaba a través de ellas.
Sin entender muy bien
el porqué, la fémina lo miraba con odio y repulsión, como si intentase herir
algo de gran importancia para ella. La escena duró poco. En cuestión de unos
segundos, muy pocos, la pared se tornó por completo blanca de nuevo; el blanco
convulsionaba como solía hacerlo y los fragmentos de pared que se tornaban más
tarde en gotas, eran más grandes, y el líquido más denso y oscuro. Una de estas
nuevas gotas terminó su travesía en el pecho del ahora hombre, ya que conocía
la pérdida del amor, acabando con el brillo de sus ojos y sus acciones
patéticas para siempre.
Estas cuatro paredes fueron suficientes
para el resto de su vida, fue feliz. La joven, se mantuvo así, caos encerrado,
juventud enjaulada, negando la poesía de los amores pasados.
Autor: Nicolás Gracia Varela
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