jueves, 27 de marzo de 2014

Una partida de ajedrez con la Muerte.



Cuando Benjamín nació, la suerte no estaba de su lado, era el hijo no deseado entre una joven sirvienta y su amo, quien por cierto estaba casado, y por tanto, no tuvo la fortuna de crecer en un hogar cálido y amoroso, contrario a eso, lo único que obtuvo fue una cama en un rincón de un frío orfanato y una hogaza de pan y caldo de pollo tres veces al día. Además, y como si el destino no estuviese contento aún con lo que le había asignado al pobre muchacho, a medida que crecía iba desarrollando una extraña enfermedad que le iba reduciendo, poco a poco, su motricidad.

Básicamente, lo único bueno que le había regalado la vida era la astucia e inteligencia con la que contaba el joven, cualidades que a principios del siglo XX podían significar la diferencia entre la vida y la muerte.

En ese entonces, cuando cumplías los catorce años, si no habías sido adoptado, debías irte del orfanato, no importaba qué tan enfermo estuvieses o que tu salida significara ir directo a la boca del lobo y morir; las reglas eran las reglas, y fue así como en 1908; aquel pobre muchacho abandonó el único hogar que había conocido.

Como era de esperarse, no pudo conseguir trabajo y sobrevivía sólo de las pocas monedas que obtenía mendigando o robando, al cabo de un par de semanas estaba más cerca de la muerte de lo que jamás había estado; pero como era un joven astuto, aprovechó aquella cercanía para intentar cambiar su destino.

Fue una tarde de invierno con amenazas de lluvia cuando el destino de Benjamín comenzó a cambiar, ese día, un muchacho escuálido y moribundo decidió retar a la Muerte.

A esta le causaron gracia las ocurrencias del chico y no se hizo de rogar, se le apareció pues, en aquel edificio abandonado que aquel usaba como hospedaje, y escuchó atentamente su propuesta.

Vale la pena destacar, que la Muerte no es como siempre la pintan los libros o los relatos espectrales de abuelas fatalistas, la muerte tiene la forma de una hermosa mujer, de tez pálida, mirada fría y labios rojos, siempre dispuestos a darte el último beso...

Aquella magnifica visión dejó en shock, durante unos instantes, al joven retador, acostumbrado siempre a contemplar la cara más oscura y desagradable de la vida, nunca algo tan bello como aquella criatura, aún incluso sabiendo que era la misma Muerte.

Recuperado de su aturdimiento, Benjamín le propuso jugar una partida de ajedrez, un único juego en el cual se decidiría su futuro.

 -Si yo gano- Le dijo -Curarás mi enfermedad y permitirás que tenga una vida larga y dichosa.

-Y si pierdes, ¿Qué gano yo?, tu vida eventualmente me la llevaré así que esto no representa una propuesta tentadora para mí.

-Si pierdo, seré tu esclavo, haré tu trabajo cuando quieras descansar, no importa si es por toda la eternidad, yo recolectaré almas para ti.

La propuesta tuvo el atractivo suficiente para la Muerte, cansada siempre del solitario y extenuante trabajo que le había tocado; una leve sonrisa se dibujó en su rostro y acto seguido un elegante ajedrez de cristal apareció frente a ellos y así dio comienzo la partida de ajedrez más emocionante de la historia; pero nadie, salvo los jugadores, estuvo ahí para presenciarla.

Para evitar “jugar con ventaja” la Muerte jugó con las piezas negras, por tanto, nuestro querido amigo movió primero.

El peón del rey avanzó dos pasos, una forma común de comenzar una partida de ajedrez, acto seguido la Muerte respondió haciendo avanzar, también dos pasos, al peón de uno de sus alfiles.

Benjamín hace avanzar uno de sus caballos y luego, el peón de la reina avanza una casilla, movido por la delicada mano de la Muerte.

-¿Qué planeas hacer con tu vida luego de ganarme?; suponiendo, claro, que lo logres.-Preguntó la Muerte.

-Te ganaré, eso tenlo por seguro, en cuanto a qué haré con mi vida… ¡pues vivirla!, sin ninguna enfermedad que me lo impida y con todo el oro que tú me darás cuanto gane, tendré la mejor vida que alguien pueda imaginar.

-Yo nunca prometí darte oro –Dijo la muerte con el seño fruncido, quien nunca olvidaba los términos de un contrato.

-Aceptaste darme una vida larga y dichosa, y claro, no puede haber dicha sin oro, por tanto, sí, aceptaste darme oro, ¡mucho oro!

Una sonrisa maliciosa se iba dibujando lentamente en el rostro de Benjamín, algo que a la Muerte no le agradaba mucho; ella estaba en capacidad de hacer todo lo que él le pedía, no sólo servía para llevar almas al otro mundo; aunque claro, la mayoría de las veces los tratos de esta índole se hacían con demonios, y a ella le disgustaba que una de las pocas veces que tenía la oportunidad de hacerlo resultara timada por un simple mortal…

La partida había avanzado ágilmente, ambas reinas estaban ya en el campo de batalla, ambos jugadores habían realizado enroques con el fin de proteger a sus gobernantes, un par de caballos y alfiles habían sido sacrificados en nombre de su respectivo rey; aunque, en términos generales, no había un ganador definido; de repente, y por un descuido que muchos tacharían de imperdonable, uno de los jugadores dejó abierta una brecha, un peón mal posicionado que rápidamente definió el curso de la partida; las jugadas siguientes fueron cruciales para que la reina y una torre acorralaran al rey en la octava fila y finalmente dieran un Jaque Mate, otorgándole dicha victoria a su jugador, Benjamín.

-Un trato es un trato y tendrás todo lo que deseas- Fueron las únicas palabras que pronunció la Muerte antes de desaparecer, dejando ante sí a un victorioso joven de catorce años, sano y lleno de vitalidad.

***
Benjamín tuvo una vida dichosa como le había prometido la muerte, una esposa a la que amó mucho y con la cual dio origen a una numerosa familia, a la cual, tuvo la desgracia de ver morir uno a uno durante incontables generaciones, su esposa, sus hijos, incluso sus nietos murieron antes que él.

Era un hombre astuto, no tardó mucho tiempo en darse cuenta que humillar a la Muerte tiene sus consecuencias, ese era su castigo por haberla retado y haberle ganado.

Dicen que aún hay quienes lo ven de cuando en vez, rondando por iglesias y cementerios, rogando a gritos, como un loco poseso, que la muerte acepte una vez más jugar ajedrez con él, en este caso, si él gana, ella le permitirá al fin morir.

Autor: Carolina Gonzalez

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