Sus
ojos me asustaban; parecía que podía leer mi mente y no siempre tenía buenos
pensamientos acerca de él; eso era tan improbable, pero así y todo, me
atemorizaba su intenso mirar cetrino. De facciones finas, contrastaba su
magnífico intelecto con su exigua figura, detalle que pasaba a segundo plano, una vez escuchabas su
enigmática voz; lo sabía y hacía gala de su don, acentuando sus extraordinarias
historias con destellos de sus iris leoninos, lo que le imprimía un aspecto
sobrenatural y aterrador. Perdido entre manglares
y arenales, este herbolario anacoreta, se cruzo por mi camino. No
sabía que me impactaba más: si su inescrutable naturaleza o el efecto que su
presencia producía; los nativos le temían, nosotros lo respetábamos y el a todos, nos desdeñaba.
Elí
al contrario de todos, dormía de día; en la noche, arreglaba redes pausadamente
mientras fumaba por horas, permitiendo que la brisa atizara el tabaco que dejaba a la vista un punto rojo incandescente, único
vestigio de su presencia; luego
trabajaba en los lotes hasta la madrugada, para conseguir su
austero sustento. Habladurías entre
negros y mulatos le atribuían
oscuros poderes: que era un ser
de la noche que había hecho pacto con el diablo; que era un
duende que podía caminar sobre las aguas y que sabía sanar y hechizar con
ramas; todos lo habían visto curar a Selene de dolor de muelas; sacar la
gusanera de la panza de Goyo, o aclararle la
voz a Candelaria, luego de que la
mandara a hacer buchecitos con una infusión
oscura que le dio con la estricta recomendación de que no fuera a tragársela,
pues los resultados podrían ser
nefastos.
Otras
prácticas menos plausibles, pusieron a
prueba mi escepticismo; aun recuerdo la horrible sensación de saberme observada
mientras me desvestía en la rustica cabaña; sentía su mirada aterradora
auscultando mis juveniles formas; gire mi cuerpo exhibiéndolo en todos sus
contornos al recorrer completamente con
mi linterna la pequeña habitación mal iluminada, para terminar fijando mi mirada en el pulido y chico agujero en la pared de madera
que dejaba ver una negra pupila dilatada rodeada por un iris ambarino
centellante, que al saberse ubicado, desapareció dando paso al reflejo de luz de la lámpara de petróleo colgada en el exterior; sentí los movimientos precipitados del inescrupuloso observador al alejarse y a
través del mismo orificio pude atisbar
atemorizada el primitivo ritual que
emprendió en la playa, en el que danzaba
frenéticamente al rededor de una
gigantesca hoguera, que cortaba la noche oscura.
Con
el paso de los años, pude comprobar que un
amplio conocimiento botánico, explicaba lo de la nigromancia; que mas allá de
espiar a las turistas, Elí era inofensivo y que contar cuentos era la mayor de sus destrezas;
se trataba de un narrador excepcional y
yo tuve la fortuna de recibir reiteradamente
sus dadivas. Elegía para contar
sus historias el momento en el que
asomaba la luna sobre su bohío que rompiendo la penumbra con su luz plateada cargaba de mística el momento; en
ese instante, cualquier cosa podía
esperarse del relato; una noche como esas nos confesó del desertor que había
ocultado en los laberintos del manglar, burlando por más de dos años a la
capitanía del puerto de Coveñas, que en
vano escudriñó y merodeó por el lugar, sin dar con el paradero del joven poeta
que odiaba la milicia; fue también a la luz de la luna que nos habló de su travesía por el mar Caribe
hasta Centro América en un bote diminuto
con un destartalado motor, para
terminar esclavo por meses, en una granja en Costa Rica, cosechando
sandias y ají picante, sin nociones
de como regresar ; la fábula, no podía
ser otra cosa, del increíble caso de un
paisano suyo que comía pescado y botaba las espinas por la nariz a la par de
sus bocados, que escuchábamos incrédulos, mientras nos miraba inmutable… Y la
historia que repetía airado de los interminables días que pasó iracundo,
por el estruendo y la nube de humo de
explosivos, que acabó exterminando a decenas de patos, mariamulatas, alcatraces y gaviotas,
cuando el ejercito haciendo ejercicios de bombardeo, hundió la mitad de
Cabruna, la isla que queda en frente de
la costa donde Eli plantó su bohío y que hoy es un santuario de pájaros
marinos; la rabieta de doña Carola, que
perseguía en vano a sus nietos para castigarlos
a planazos con un oxidado machete, mientras los chicos trepaban a las
palmeras esquivando la peligrosa hoja, haciéndola enfurecer hasta hincharle a
reventar la encía que contenía el único diente que le quedaba en la boca. El
cuento cuando entre rones tres esquinas,
llegó a su memoria la irónica tragedia
de una muchacha del pueblo quien abandonada por su amante, carente de monedas y experiencia, regaló a unos
cachacos del interior su preciosa hija recién nacida; perdiendo luego su juventud y alegría cuando
sin éxito, salió a buscarlos para comprarles a la niña, después de que la
fortuna le trajera la riqueza, el
amanecer que encontró en su orilla, una
paca de cocaína. Aquel relato una noche clara, cuando hablando de su pasado
dijo que era descendiente de un
personaje de rancio abolengo del viejo
continente, del que conservaba la brújula y un pomposo apellido y que sus parientes en la costa eran importantes políticos y reconocidos personajes de la vida
nacional….y como estas, cantidades
de crónicas; algunas de ellas
inverosímiles y fantásticas que alimentaron mis estadías por aquella playa
olvidada.
Pero
la mala suerte se ensañaba en él; nadie pudo
comprender porque la milenrama y otros bebedizos
no surtieron efecto; Eli resultó
inmune a sus pócimas y sortilegios. Nada pudo redimirlo: ni los rezos de
Carola o la ciencia de galenos; padecía un terrible mal y cada día estaba más enfermo; fue una noche de novilunio que el cuentero enmudeció sin más remedio. Se
extinguió la poderosa voz de Elí y con ella sus relatos de soldados y
pimientos; Abatido, con pizarra y tiza blanca garabateaba sus deseos; al
final, la nostalgia reemplazó su mirar fiero. Una noche de esas claras, cuando la luz de la
luna le
roba el color a lo que ilumina,
partió con sus relatos para ponerle fin a su silencio; se acunó entre olas
plata y embriagado en sal y espuma, Elí en un grito enmudecido, liberó todos
sus cuentos.
Sus historias naufragaron; aun se encuentran prisioneras en el eco susurrante de los caracoles esparcidos en la arena; entre
negros y mulatos se rumora la leyenda que en noches con luz de luna, cuando se
retira la marea, se liberan.
Autor: Martha
V. Ruiz Duque
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