jueves, 27 de marzo de 2014

Eli Sotomayor



Sus ojos me asustaban; parecía que podía leer mi mente y no siempre tenía buenos pensamientos acerca de él; eso era tan improbable, pero así y todo, me atemorizaba su intenso mirar cetrino. De facciones finas, contrastaba su magnífico intelecto con su exigua figura, detalle que pasaba a  segundo plano, una vez escuchabas su enigmática voz; lo sabía y hacía gala de su don, acentuando sus extraordinarias historias con destellos de sus iris leoninos, lo que le imprimía un aspecto sobrenatural y aterrador.  Perdido entre manglares y arenales, este herbolario anacoreta, se cruzo por mi camino. No sabía que me impactaba más: si su inescrutable naturaleza o el efecto que su presencia producía; los nativos le temían, nosotros lo respetábamos y el a todos,  nos desdeñaba. 

Elí al contrario de todos, dormía de día;   en la noche, arreglaba redes pausadamente mientras fumaba por horas, permitiendo que la brisa atizara el tabaco que dejaba  a la vista un punto rojo incandescente, único vestigio de su  presencia; luego trabajaba   en los lotes   hasta la madrugada, para conseguir su austero sustento.  Habladurías entre negros y mulatos le atribuían  oscuros  poderes: que era un ser de la noche que había hecho pacto con el diablo;  que  era  un duende que podía caminar sobre las aguas y que sabía sanar y hechizar con ramas; todos lo habían visto curar a Selene de dolor de muelas; sacar la gusanera de la panza de Goyo, o aclararle la   voz  a Candelaria, luego de que la mandara a hacer buchecitos  con una infusión oscura que le dio con la estricta recomendación de que no fuera a tragársela, pues los resultados podrían  ser nefastos.  

Otras prácticas menos plausibles,  pusieron a prueba mi escepticismo; aun recuerdo la horrible sensación de saberme observada mientras me desvestía en la rustica cabaña; sentía su mirada aterradora auscultando mis juveniles formas; gire mi cuerpo exhibiéndolo en todos sus contornos  al recorrer completamente con mi linterna la pequeña habitación mal iluminada, para terminar fijando  mi mirada en el  pulido y chico agujero en la pared de madera que dejaba ver una negra pupila dilatada rodeada por un iris ambarino centellante, que al saberse ubicado, desapareció dando paso al  reflejo de luz  de la lámpara de petróleo colgada en el exterior;   sentí los movimientos precipitados del  inescrupuloso observador al alejarse y a través del mismo orificio pude  atisbar atemorizada el  primitivo ritual que emprendió  en la playa, en el que danzaba frenéticamente  al rededor de una gigantesca  hoguera, que cortaba la  noche oscura. 

Con el paso de los años,  pude comprobar  que  un amplio conocimiento botánico, explicaba lo de la nigromancia; que mas allá  de  espiar a las turistas, Elí era inofensivo y que  contar cuentos era la mayor de sus destrezas;  se trataba de un narrador excepcional y yo tuve la fortuna de recibir reiteradamente  sus dadivas.  Elegía para contar sus historias el momento en el que  asomaba la luna sobre su bohío que rompiendo la penumbra con su luz   plateada cargaba de mística el momento; en ese instante,   cualquier cosa podía esperarse del relato; una noche como esas nos confesó del desertor que había ocultado en los laberintos del manglar,  burlando por más de dos años  a  la capitanía del puerto  de Coveñas, que en vano escudriñó y merodeó por el lugar, sin dar con el paradero del joven poeta que odiaba la milicia; fue también a la luz de la luna  que nos habló de su travesía por el mar Caribe hasta Centro América en un bote diminuto  con un destartalado motor,  para terminar  esclavo  por meses, en una granja en Costa Rica, cosechando sandias y ají picante, sin  nociones de  como regresar ; la fábula, no podía ser otra cosa, del   increíble caso de un paisano suyo que comía pescado y botaba las espinas por la nariz a la par de sus bocados, que escuchábamos incrédulos, mientras nos miraba inmutable… Y la historia que repetía airado  de  los interminables días que pasó iracundo, por  el estruendo y la nube de humo de explosivos, que acabó exterminando a decenas de   patos, mariamulatas, alcatraces y gaviotas, cuando el ejercito haciendo ejercicios de bombardeo, hundió la mitad de Cabruna,  la isla que queda en frente de la costa donde Eli plantó su bohío y que hoy es un santuario de pájaros marinos; la rabieta de doña  Carola, que perseguía en vano a sus nietos para castigarlos  a planazos con un oxidado machete, mientras los chicos trepaban a las palmeras esquivando la peligrosa hoja, haciéndola enfurecer hasta hincharle a reventar la encía que contenía el único diente que le quedaba en la boca. El cuento cuando entre rones  tres esquinas, llegó a su memoria  la irónica tragedia de una muchacha del pueblo quien abandonada por su amante,  carente de monedas y experiencia, regaló  a  unos cachacos del interior su preciosa hija recién nacida;  perdiendo luego su juventud y alegría cuando sin éxito, salió a buscarlos para comprarles a la niña, después de que la fortuna le trajera la  riqueza, el amanecer que encontró en su orilla, una  paca de cocaína.  Aquel relato  una noche clara, cuando hablando de su pasado dijo   que era descendiente de un personaje  de rancio abolengo del viejo continente, del que conservaba la brújula y un pomposo apellido  y que sus parientes en la costa  eran importantes  políticos y reconocidos personajes de la vida nacional….y  como estas, cantidades de  crónicas; algunas de ellas inverosímiles y fantásticas que alimentaron mis estadías por aquella playa olvidada.  

Pero la mala  suerte se ensañaba en él; nadie pudo comprender porque la  milenrama y otros  bebedizos  no surtieron efecto; Eli resultó  inmune a sus pócimas y sortilegios. Nada pudo redimirlo: ni los rezos de Carola o la ciencia de galenos;   padecía un terrible mal y   cada   día estaba más enfermo; fue una noche  de novilunio que el  cuentero enmudeció sin más remedio. Se extinguió la  poderosa voz  de Elí y con ella sus relatos de soldados y pimientos; Abatido,  con pizarra  y tiza blanca garabateaba sus deseos; al final,   la nostalgia reemplazó su  mirar fiero.  Una noche de esas claras, cuando la luz de la luna  le  roba el color  a lo que ilumina, partió con sus relatos para ponerle fin a su silencio; se acunó entre olas plata y embriagado en sal y espuma, Elí en un grito enmudecido, liberó todos sus cuentos.

                Sus historias naufragaron;  aun se encuentran prisioneras en  el eco susurrante  de los caracoles esparcidos en la arena;   entre negros y mulatos se rumora la leyenda que en noches con luz de luna, cuando se retira la marea, se liberan.

Autor: Martha V. Ruiz Duque

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