En la sala de recepción, donde
recién empezaban a caer los rayos de la tarde y se escuchaba el rumor de la
ciudad, Tomás miró la hoja que le había traído Martín.
- Me gusta, me gusta. Pero ¿Sabe?.
Me gustaría salir de esto de una. – Dijo Tomás, mientras se miraba el brazo
derecho y luego alzaba su mirada casi suplicante a Martín.-¿Hay manera de hacerlo todo ya? No es
el primero que me hago y he aguantado sesiones más largas.
- Sí, claro, no es muy complejo,
son dos sesiones.- Respondió Martín, el tatuador.- Como le dije, es su día de
suerte conmigo, un cliente canceló su cita ayer, así que tenemos el resto del
día. Creo que a las 9 estaremos terminando.
Seis horas no debe ser mucho para usted.
- Para nada.- Dijo Tomás, que
añadió con valentía: ¡Hágale, comencemos ya!
Ambos se levantaron, Martín se
adelantó y Tomás lo siguió, caminaron un pequeño trayecto por un pasadizo lleno
de carteles y entraron al estudio. Tomás vio la camilla y unas sillas que
armonizaban en estilo y color y le pareció que todo era más bonito que en otros
lugares a los que había acudido. Martín le indicó que se sentara y se fue al
otro extremo del recinto a lavarse las manos, luego se dirigió a un botiquín,
se sentó junto a Tomás, le pidió que se quitara la camisa y delicadamente le
empezó a limpiar el brazo sobre el que iba a dibujar. Luego le pidió que se
acostara en la camilla y Tomás, a pesar de la poca novedad de la orden para él,
no ocultó su ansiedad y lo hizo rápidamente.
Martín comenzó a trasladar lo que
había hecho en la plantilla en el brazo de Tomás y luego la retiró. Tomó por
primera vez la máquina y un sonido familiar llegó a los oídos de Tomás. La
caída de cien agujas en su brazo le hizo revivir otras jornadas pero se esforzó
en pensar en otras cosas: carruseles, fogatas junto al mar con sus amigos, y
hasta en un ovni que alguna vez creyó ver, pero sobre todo en los gratos
recuerdos que le suscitaba la persona que le inspiraba estar acostado en una
camilla mientras le taladraban su piel y le inyectaban ríos de tinta que lo
acompañarían para siempre.
- No le he contado por qué quiero
esa figura.- Advirtió Tomás.
- No, no me ha dicho.- Dijo Martín,
mientras se detenía un momento para descansar.
- Pues vea, a mi novia le gusta
mucho el teatro…
- ¿Es actriz o le gusta hacer
escenas?.- Interrumpió Martín con su humor característico.
- No, nada de eso. Le gusta
simplemente. También la cultura en general, la de Japón, sobre todo, admira lo
que hacen y lo sofisticados que son. Por eso quiero recordarla con ese motivo.
¿Qué le parece?
- Estoy de acuerdo, siempre he
pensado que estas cosas deben tener una justificación.- expresó Martín con
sabiduría
- Aunque, la verdad, ella es muy
linda pero prefiero algo más simbólico. - dijo Tomás, que tomó inmediatamente
su celular y le mostró imágenes.- Se llama Laura. No sabe que estoy haciendo
esto. La quiero sorprender con esta geisha.
- Pues lo va lograr. -Dijo Martín
muy seguro y continuó concentrado en su obra.
Después de varias horas, Martín
empezó a dar los últimos retoques de color, mientras los sonidos de la calle
comenzaban a apagarse. Tomás sintió que el dolor de las mil agujas se hacía más
intenso, sus recuerdos se acabaron y le tocó empezar a repetirlos pero esta vez
los carruseles iban más rápido, las olas del mar se aceleraban y hasta el ovni
era más fugaz, por eso prefería recordar a
Laura pues cuando cerraba los ojos la veía en cámara lenta.
Una hora después, Martín dio por
acabado su esmerado trabajo. Tomás se levantó y se dirigió a un gran espejo y
se contempló. Alternó su mirada entre la imagen reflejada en la superficie y su
brazo como si quisiera comprobar que eran el mismo. Por cada movimiento su
sonrisa se hacía cada vez más amplia y una profunda alegría lo embargó.
- ¡Que trabajo más chimba! La
verdad quedó excelente, loco. Mis felicitaciones. Muchas personas me lo habían
recomendado y quería algo de buen nivel.
Se quedó un rato mirándolo y
regocijándose con él. Martín lo acompañaba con la mirada.
- Bueno, venga se lo envuelvo.-
Dijo Martín.
- ¿Y no le va tomar foto? …Para su
catálogo o ¿Usted no hace eso? - Replicó Tomás.
- Claro, claro. Ni más faltaba.-
Asintió Martín, que había olvidado su rutina.
Después de tomar las imágenes.
Martín con cuidado y delicadeza envolvió el brazo de Tomás con papel traslúcido
para protegerlo.
- Bueno, Ya sabe cómo cuidarlo.- Le
recordó, Martín.
- ¡Claro!.- Dijo animosamente,
Tomás.- La cremita, el sol, nada de piscina y todo lo demás mientras cicatriza.
¡Cómo me lo voy a tirar!
Se dieron la mano, Tomás quiso
abrazar a Martín pero desistió de su intento pues al levantar unos cuantos
grados la extremidad que tenía destinada para darlos le dolió. Martín le
dirigió una mirada comprensiva, como la de un padre a su hijo cuando empieza a
leer.
- Volveré por aquí, es muy buen
trabajo.- Dijo Tomás, con satisfacción.
- Cuando guste, por aquí estamos.
Tomás sacó su billetera, contó el
dinero que habían acordado y se lo entregó a Martín. El tatuador lo guardó en
uno de sus bolsillos.
Caminaron hasta la entrada, Martín
abrió la puerta y se despidieron. Tomás empezó alejarse y Martín lo siguió con
la mirada hasta que se perdió de su vista tras la esquina. No podía dejar de
sentir un gran placer porque una nueva obra suya deambularía para siempre en
las calles y pensó en las muchas personas que viendo aquella primorosa muñeca,
se sumarían como en manada, a todas aquellas que antes habían admirado sus
otros trabajos en el local, en los encuentros y las convenciones a las que
había asistido. Se vio como un celestino, un mensajero, un escribano que había
redactado una nueva carta de amor que no podía expresarse con palabras sino
como una marca colorida, grácil e indeleble en la piel. Pensó en que a Laura le
complacería ver su rostro en el brazo de Tomás y los muchos besos con los que lo
premiaría por su devoción.
El sonido de una ruidosa moto que
pasó por una calle cercana, y que no pudo determinar, rompió la tranquilidad de
la noche y lo distrajo de su ensoñación. Entró de nuevo al local, apagó la luz
de neón de la entrada, se dirigió al fondo y regresó al estudio. Allí
esterilizó y guardó cuidadosamente las cosas. Había sido un largo día y ya
estaba cansado, le dolía la cintura y había empezado a sentir un entumecimiento
en los brazos. Martín sintió que el sudor que había impregnado su camiseta se
hacía macizo y pesado, decidió quitársela y cambiarla por otra, cuando lo hizo se
miró frente al espejo donde momentos antes Tomás había celebrado su trabajo, vio
esta vez su torso y los muchos tatuajes que lo cubrían. Su mirada se detuvo en
el que años antes le habían realizado en uno de sus pectorales. Era el hermoso rostro
de Laura, más joven. Mientras el espejo le devolvía una mirada de nostalgia y
resignación, Martín sintió que diez mil agujas perforaban de nuevo su pecho.
Autor: Mario Vargas Capera
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