Las hojas de la selva repetían la misma oración del eco de los ríos, hinchados de torrentosos arroyuelos, que envalentonados por el poder de la furia acuosa, irrumpían en el templado vientre de sus padres con temido afán de arribar al mar a cualquier precio.
La lluvia bienvenida en un comienzo se convirtió en una visitante irrespetuosa, imposible de atajar en corredores, plazas públicas, carreteras y caminos de herradura.
Los insectos invitados por el follaje tierno de las plantas en ascenso, sucumbían ante el golpe mortal de granizadas.
Los perros errabundos deambulaban sin ruta fija, sin hallar un sitio seco para escampar su pelambre erizado por la angustia.
Los negros guales ahítos del festín de carne en donación, figuraban adheridos a las ramas, sumidos en una fría reflexión.
Las noches hórridas morían sin estrellas y sin el lúgubre canto de los grillos y las veloces gambetas de murciélagos.
Los muros de represas comprobaban la rudeza de los fierros de hormigón y el sol despuntaba tan clorótico como yerbas bajo el peso del estiércol de bovinos.
Nadie navegaba por los ríos por miedo a la madera que nadaba bajo el agua y a los turbios remolinos con su boca insaciable y sospechosa.
Esta larga jornada de lluvias sin descanso recordaba las tormentas y huracanes que martirizan los países del caribe, que abrazan por igual a guaridas de indigentes y a los barrios de magnates.
Los humanos centenarios repetían sin descanso que este acontecimiento invernal ya se había soportado al principio del siglo XX, como preludio de la guerra fratricida y como gran castigo a la nueva casta de impíos y salvajes alojados en las comunas de la urbe desalmada.
Un náufrago arrimó al destruido muelle del pueblito fantasma de aquella selva virgen, aferrado al grueso y sucio tronco de una ceiba destrozada por la sierra eléctrica. Comunicó en su tremulante voz que debido a los repetidos terremotos sucedidos en los últimos cinco años, las capas tectónicas en su brusco movimiento, habían desplazado de su origen el territorio más lluvioso del mundo a este lugar poco habitado. Los pocos niños que hicieron un cerrado corrillo al forastero difundieron la gélida noticia y los adultos en sus húmedas viviendas creyeron firmemente este mensaje y pensaron que el “frente frío” anunciado en los pronósticos se quedaría en su terruño para siempre.
Los humanos reanimados empacaron sus pocas pertenencias, enjalmaron sus bueyes y apresuraron el paso para que las féminas parturientas dieran a luz en tierra seca, con ayuda de nuevas comadronas
Solo el viejo don Tico quedó en su rancho con su perro de caza y el reconfortado náufrago, fiel a su frase lapidaria, trasmitida en la comarca: ¿Yo ya tengo mi muerte asegurada en esta tierra, para que voy a buscarla en otra parte?
Autor: Francisco Cristóbal Yépez.
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