jueves, 27 de marzo de 2014

Los días vacíos

Emilia, que llevaba su nombre con la misma tristeza con la que lo llevaba su abuela, recorría las calles de un lado a otro. La búsqueda de trabajo había tomado más tiempo esta vez que ninguna otra. La estabilidad nunca fue parte de su vida. Siempre cambios, en general dolorosos, la había seguido por todos los lugares en que  llegaba a habitar. Cada cambio le quitaba un amigo o todos sus amigos o algunos de sus seres más queridos.

En una ciudad montañosa en un valle, donde el rojo del ladrillo daba la impresión de que los seres humanos eran una infección que la tierra verde había contraído, vivía Emilia. Muchos morían, pero Emilia vivía y lo hacía con todas sus fuerzas, como la mayoría de los que habitan aún esa ciudad. En esa ciudad, si no se vive con todas sus fuerzas se perece. Emilia la recorría de un lado a otro buscando trabajo en lo único que ella sabía hacer: confeccionar ropa. Pero su saber era incompleto y se limitaba a ensamblar en una máquina de coser trozos de tela que otros habían diseñado y cortado. Estaba acostumbrada a que, una vez que su trabajo terminaba en alguna de las fábricas, su siguiente empleo apareciera, enviado por la providencia, máximo tres semanas después. En ese tiempo, su cuenta en la tienda de don Miguel aumentaba con lo del gasto diario que básicamente era la comida para su abuela, ella misma y su hijo. Pero ya ella no era necesaria. De otras latitudes traían las prendas listas y las pequeñas costureras se convirtieron en fantasmas que recorrían la ciudad de un lado a otro buscando el trabajo que no existía más.

Emilia, la abuela, solo tenía fuerzas para cuidar a su nieto. Las otras se las gastó salvando, hasta donde pudo, la vida de su hija y tratando, sin éxito, de que no fuera madre soltera. A la abuela la vida no le sonrió mucho. Quizás lo hizo después de que ocurrieran los eventos de este cuento. No lo sé. Sé, en cambio, que fue una mujer de fe, que creía ciegamente en todas las tradiciones que le habían enseñado y que aprendió a ver un ángel en cada uno de sus muertos.

El primero fue su esposo. A él lo mató una guerra no declarada entre ideologías que nunca se diferenciaron en la práctica. Un día, excitado porque su partido había conseguido el triunfo en unas elecciones amañadas en su pueblo, salió a la calle a gritar su victoria en la cara de los derrotados y después, llegando a su casa, con la cerradura de la puerta en la mano, recibió un golpe de machete en el cuello. Una mancha roja rodeaba su cabeza en el suelo cuando Emilia, la abuela, lo encontró. La mancha roja, gigante ella, rápidamente le hizo descartar la idea de que el padre de sus dos hijos se hubiera caído borracho tratando de entrar a la casa. Otros que vieron el golpe le contaron. Pero la ley en ese momento consistía en la profundización del carácter de victimarios de los asesinos, y una vez que la sangre corría, más sangre venía a acompañarla. Emilia, la abuela, temiendo que los asesinos vinieran a buscarla a ella y a sus hijos se fue corriendo del pueblo.

En la capital, adonde llegaron, tuvieron que enfrentarse a la pobreza. La comida faltaba, el estudio para los niños faltaba, la ropa faltaba, todo faltaba menos la fe. Esa sobraba. Su marido muerto velaba por ellos desde el cielo. Con lo poco que logró sacar de su casa pudo pagar una pensión por algunas semanas. Luego, al ver que no pagaba, el administrador de la pensión comenzó a presionarla para que se fuera, luego para que se vendiera.

Y fue en ese día, en que toda esperanza estaba casi perdida, en el que la presión y las amenazas sobre la seguridad de sus hijos la llevaron a vender su cuerpo. Mientras se dirigía hacia el cuarto en el que debía cerrarse la transacción que el administrador de la pensión gestionó, Emilia, la abuela, rezó para que le fuera perdonado ese pecado. Sabía que no podía permitirse el lujo de llorar pensando en lo que hubiera dicho su marido de haber estado vivo, pero igual, si hubiera estado vivo nunca habría tenido que vender lo que ya había regalado para siempre a su marido. Y fue casi entrando al cuarto al que se dirigía cuando escuchó a las dos mujeres hablando. Decían que alguien necesitaba una empleada doméstica que pudiera empezar a trabajar ese mismo día. Con voz suplicante pidió disculpas por interrumpir la conversación y luego preguntó por el trabajo. Ese mismo día comenzó a trabajar. Su fe, renovada por el milagro del trabajo, era una fuente de tranquilidad para sus patrones. Con esa misma fe pidió todos los días de su vida que su hija nunca tuviera que verse en la misma situación.

Emilia, la abuela, pudo trabajar hasta que mataron a su hijo. Ese día perdió el resto de fuerzas que le quedaban. De la capital no quería saber nada más, era una ciudad asesina. Sin tiempo para cuidar de sus hijos, éstos crecieron en medio de un sembrado de niños, que era segado de tiempo en tiempo por las proposiciones de los traficantes de las sustancias de la felicidad. Esta vez nadie fue capaz de contarle cómo sucedieron las cosas. Parece que las verdades amargas son más fáciles de decir a una esposa que a una madre.

Finalmente vino al mundo Emilia, la hija de su hija. Frente a la perspectiva de una muerte violenta, la idea de que su hija fuera madre soltera y no se casara no le parecía gran cosa. Igual, ella también fue madre solitaria. En esta ciudad, rodeada por montañas verdes y corroídas por el rojo del ladrillo, vino al mundo su nieta Emilia. Y diecisiete años después su biznieto.

Su hija también murió. Se la llevó una intriga de traficantes de las sustancias de la felicidad. Emilia, la abuela, fue una vieja precoz. Sus muertos le pesaban tremendamente, pero aprendió a hablar con ellos. Mientras cocinaba, le decía a su marido que seguramente le hubieran gustado mucho los huevos como los estaba preparando. Limpiando la casa, le decía a su hijo muerto que él también debía limpiar todo bien donde estuviera y en las noches, antes de dormirse, le hacía a su hija el reporte de lo que su nieto y su biznieto habían hecho. Le gustaba creer que discutía con ella sobre su avenir y se lamentaba de no tener fuerzas para hacer más.

El milagro de no tener nunca que vender su cuerpo le fue concedido para su hija, que vivió poco, pero no para su nieta Emilia.

Emilia ya no podía más. Su abuela y su hijo, y ella misma, necesitaban comer. Don Miguel, el de la tienda, generosamente se ofreció a conseguir un cliente. Y allí estaba Emilia, llorando sentada en un inodoro del baño de un cuarto de paso anexado a la parte de atrás de la tienda. El cliente estaba afuera sentado en la cama, seguramente desabotonándose la camisa. Emilia se había metido al baño con la excusa de prepararse, pero la verdad era que necesitaba llorar y decirse una vez más que lo hacía por necesidad y que siempre prefirió trabajar. En medio de su llanto logro distinguir algo en el muro de ladrillo del baño. Era un rollo de billetes. Era un milagro. Salió corriendo a comprar comida a otra tienda, feliz de no haber concluido la transacción.

Yo vengo de regreso de la universidad. Acabo de terminar un examen de cálculo integral y sigo intentando resolver en mi cabeza los ejercicios que no pude hacer en el examen. En el bus no puedo continuar. Hay mucho ruido y están estas dos señoras mayores contándose anécdotas y diciendo por qué creen en lo que creen. Doña Emilia cuenta su historia con una mezcla de tristeza resignada y de humor y termina diciendo que en esa época de pobreza, cuando su hijo le pedía algún juguete ella le respondía que “estaban vaciados por esos días”, haciendo referencia que no tenían dinero, y el niño respondía “qué pereza estar vacío”.  Mis preocupaciones por las décimas que me van a faltar en el examen  se las llevan los días vacíos de ese niño.

 Autor: Juan David Ospina.

14 comentarios:

  1. Espectacular cuento ! Me atrapó cada línea :)

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  2. Felicitaciones, buena y clara descripción que permite involucrarse desde el primer momento, ameno de leer y dan ganas de más. No se cómo hiciste para poderlo contar todo en tan corto cuento, excelente. Margarita María Ospina Mejía.

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  3. Excelente historia y redacción. Muy conmovedor.

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  4. Muchas historias viajando....

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  5. Me encantó, me involucré en él desde el comienzo, me admiro de como pudiste contar tanto en tan corto cuento..EXCELENTE felicitaciones,Margarita Ospina

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  6. ME encantó! Que facilidad narrativa....se involucra uno con el cuento y da para pensar SIQUIERA NO SOY ESA EMILIA!! seguro que a quien le llegue este cuento y lo lea LO VA A DISFRUTAr...

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  7. Que ricura!! Claro, concreto y agradable. Su "creador" tiene su mente SIN VACÍOS!! Ojalá y muchas personas mas lo puedan leer y disfrutar tanto o hasta más que yo...Bernarda

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  8. Excelente cuento....hacia rato no me entraba el cuento....
    Maríace os

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  9. EXCELENTE. Felicitaciones porque es un gran escrito que contiene de todo en un cuento tan breve, me encantó desde un principio me encarreté con él.
    Margarita María de Perdomo

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  10. Excelente cuerto corto, creativo, bien hecho y muy agradable de leer, Felicitaciones
    Arnet Perdomo Godoy

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  11. Excelente. Encarretador y creativo y a propóstio "sin ningún vacío".
    David Camilo Perdomo

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  12. EXCELENTE. Mejor no pudo ser. Corto completo y entendible...
    Daniel Leonardo

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  13. Excelente fantástico, Felicitaciones
    Gabriela Osorio

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  14. EXCELENTE. "Los días vacíos" me dejaron muy "lleno" fue emocionante y creativo.
    Gregorio

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