A 30 DÍAS DE SU SEPTUAGÉSIMO
ANIVERSARIO, en la mesa más fea de un café al pie de la nada, Don
Héctor Fabio Montoya—presidente
de Textiles «Fabitex»— leyó como una sentencia
de muerte el encabezado de un periódico local que ponía: “Se reduce desde hoy a 70
años la esperanza de vida”. En
ese preciso momento, Don Fabio sintió un punzón fulminante que lo atravesó
entre la 'nies' y la sien en menos de
siete milésimas de segundo.
Apenas digirió la noticia. Don
Héctor Fabio se paró despacio, con medio tinto en el gaznate y la otra mitad en
la camisa. Y sin reparar en el horóscopo —palmadita de espalda habitual— se lavó las manos a
medias y preguntó por la cuenta del desayuno que no se comió.
— ¿Y si me quedara apenas un mes de
vida?— Pensaba, Don
Héctor, mientras los pasos le movían las piernas de camino al despacho. Sentía
como sus voces internas se convertían (de a poco y sin tregua) en una
vociferancia insoportable, que en su cabeza era ruido, pero en su cara, un
semblante profundamente meditativo.
Llegó al
parqueadero. Apenas asomó el ceño fruncido —una versión 'express' de su rostro—un portero más feo que un
puño le extendió dos sobres, que Don Héctor recibió con afán y mala gana.
Recién salido del ascensor se topó con su secretaria, y sin decir ni una
palabra, la camisa le avisó que no hacía falta ofrecerle tinto.
Al fin, en
la intimidad de su despacho —el
aún presidente de Textiles «Fabitex»—se dispuso a enfrentar la
angustia de un dolor que no hallaba, que se sentía en todas partes, pero que no
sabía cómo formular. Se alcanzó a tocar en partes que ni él mismo se conocía.
Pero no alcanzó a distinguir nada entre la yema de sus dedos y el resto de su
cuerpo.
Intentó distraerse abriendo los dos
sobres: en el primero encontró dos postales de Alejandra, su hija—posando al frente del Louvre la
pobrecita—y en el segundo una carta de Gladys, su ex mujer, reclamando lo que
ella llamaba “su merecida parte de «Fabitex»”. ¡Golpe bajo! Y En un movimiento
semiautomático, en el reverso de una de las postales Parisinas, comenzó
escribir su testamento.
Justo antes de que la tinta
bautizara la primera palabra de su nostálgica despedida, Don Héctor Fabio—próximo ex presidente de «Fabitex»—alcanzó
a escuchar con increíble nitidez una pregunta en su interior que decía: —¿Y si no me quedan
treinta, sino sólo quince días vivo?
Después de todo, ¿quién me asegura que el calendario tiene en cuenta,
los bisiestos y festivos?—Ante
la incontestable angustia, la tentativa de un espasmo, se volvió un
presentimiento.
— ¿Y qué tal que no exista el reino de los cielos? ¡Por
Dios! ¿Qué sería entonces de mi esfuerzo? ¡Y el alquiler! ¡Los servicios! ¡Por
Dios! Tanto esfuerzo... ¿de qué nos hace dignos?— Entonces, Don Héctor Fabio
Montoya, —candidato a presidente en «Fabinada»—a punto de llegar al Nirvana,
sin darse cuenta, comenzaba a tararear un pegajoso anuncio de radio. — ¡Ah! ¿En
qué estaba pensando? ¿Galletas tulipán? ¿Tu mejor opción?... ¿Qué será eso?
—Disculpe, Don Fabio, acaba de
llegar Don Enrique. —Dijo su secretaria, luego de abrir la puerta sin
preguntar.
— ¡Ah! Hágalo pasar. Y apague su
radio, por favor. —Ella se retiró, con rapidez y en silencio.
Por la puerta se asomó un 'semiogro', conocido
en el bajo mundo de los textiles como “don Kike”. Su hedor a empanada siempre
llegaba primero que él.
—Buenos días, Doctor, — dijo
“don Kike”, mientras se sentaba sin preguntar. — ¿Si supo que ya llegaron las
nuevas máquinas? Ahí están para que usted me diga qué hacer con ellas.
—Déjelas en el garaje, “Kike”,
gracias.
— ¡Claro patrón!... ¿Le pasa
algo?
—Nada.
— ¿Y esa mancha en la camisa?
—Un descuido en la mañana —Dijo,
Don héctor Fabio, mientras miraba con ligereza las postales de Alejandra.
— ¿Y cómo está la familia?
—Alejandra aburrida en parís
y Gladys empeñada en arruinarme.
— ¡Ah! ¡Cómo así Doctor!
—Sí...“Kike”, ¿qué harías si
te dijeran que te vas a morir mañana?
—Yo no sé Doctor. Yo me imagino que:
despedirme de mis hijos en la madrugada, hacer la confesión en la tarde y salir
de putas por la noche.
— ¡Jaj! ¿Y después?
—Después no hay nada patrón.
— ¿Y el cielo?
—Quién sabe.
“Kike”
se mordió por inercia la parte más sensible de la única uña comestible que le
quedaba, y en ese inesperado corrientazo de sentido, se encontraron en el aire,
un minúsculo insecto despistado y la palma de su mano. Don Héctor Fabio, notó
que ambos cuerpos (el de la mosca y el suyo) se precipitaban al mismo vacío. —
¡No somos más que moscas!— se dijo, Don Héctor Fabio, —que a esta altura, ya no
estaba interesado en ser el presidente de nada, — mientras caminaba al ascensor
acompañado de “don Kike” y dos personas más.
En medio del silencioso sopor que
se anuncia con el cierre de puertas en todo ascensor, alguien preguntó por
cortesía:
— ¿Qué piso?
—El último—Contestó, Don Héctor
Fabio.
— ¿Bufete de abogados?
—La nada.
Autor: Santiago Betancur
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