jueves, 27 de marzo de 2014

Asfixia




Día caluroso con un sol poniente que se filtraba por las ventanas.  Viaje atestado en un vagón del tren. El río que apestaba al lado y los vagones repletos de estudiantes, trabajadores, secretarias y obreros que regresaban de las construcciones al sur de la ciudad. Todo lleno de morrales y bolsas de almacenes de cadena. Y el calor propio de la hora.

Estaba de nuevo, de pie (Era impensable encontrar un puesto desocupado a esa hora). Y, mientras intentaba hacerse con un poco de espacio para no caer, miraba aquellas caras cansadas de los pasajeros; caras perladas por el sudor que intentaban absorber algo del aire que se filtraba por los ventiladores. Miró a través de las ventanas del vagón.

Las luces que entraban por las ventanas selladas mostraban la actividad febril de una ciudad que pasaba del día a la noche. Luces de semáforos y de carros, luces de edificios y de casas, luces de autopistas  perpendiculares a la línea del tren y repletas de vehículos que sólo eran el símbolo del fin de un día más de trabajo. Allí, en el tren, una niña lloraba (a lo mejor se debía al calor, y a lo sofocada que quizá se sintiera la pobre en medio de tanta gente), mientras que más personas ingresaban, pues era lo común al final de una jornada laboral. Un celular sonaba y unos audífonos de un pasajero reproducían música para el vagón entero. El bochorno propio de la hora y de la aglomeración de gente. Él sólo sentía.

Se encontraba respirando pesadamente a causa del ambiente. De nuevo, otro llanto. Observó que, en el colmo de la falta de sentido común, intentaban ingresar un coche de bebé a un vagón atestado de gente. Sintió marearse y de nuevo el calor, siempre el calor, mientras que a su alrededor, varios pares de manos agarraban cuellos de camisas en un vano intento de echarse aire. Y el cansancio.

Estaba en medio de un espacio atestado de personas, mientras que la atmósfera se volvía más y más pesada. El vagón, visto a través de sus ojos, sólo era un revoltijo de luces blancas, de caras, de rostros, de formas y de olores. Pero él estaba seguro de que veía el sofoco. Y también a los obreros con sus chistes y sus overoles. Y a las secretarias con sus sacos azules. Y a los estudiantes con sus bolsos, y a los que estaban sentados en las sillas fingiendo dormir para no ceder los puestos. Y de que olía. Olía el terrible hedor que despedía el río, mezclado en proporciones industriales con los olores corporales de obreros, estudiantes y trabajadores. Y en medio de todo, el calor propio de la hora en la que todo el mundo se mezclaba. El calor, el sudor y los olores. El calor que penetraba, el calor exhalado de las formas y de los cuerpos apretujados en posiciones increíbles para dar paso a las personas que ingresaban. Él sólo sentía.
Calor, sudor, olores.  Calor, sudor y olores.  Veía, pero no veía hombres, sino formas.  Veía ojos amarillos, cansados y cetrinos por doquier. Y escuchaba esas risas. Sus risas. Esas risas destempladas, sardónicas, esas muecas, unas sin dientes, que hablaban. ¡Y escuchaba sus voces! Calor, sudor y voces. Todo se escuchaba, todo se sentía. Esas horribles voces que crecían, que hablaban, que gritaban, que reían, que insultaban. Las charlas de las amigas sobre los hombres que conocían, las charlas de los compañeros de trabajo, los chismes que le contaba una vecina a la otra. Calor, sudor y formas, calor, sudor y olores, ¡calor, sudor y voces!

¡El calor, siempre el calor! ¡El calor monstruoso que desdibujaba a las personas y sólo las mostraba como bultos! Bultos secos o sudorosos, bultos esqueléticos o amorfos en ese vagón de los horrores. Hombres con ojeras y con cabellos embadurnados de gel para formar los peinados más extraños y mujeres con vestidos apretados que resaltaban sus carnes fofas. Y todos esos hechos como notas de una melodía que iba en ascenso. Y el roce de los cuerpos, los audífonos y las manos que tocaban pantallas, y más niños que lloraban y más gente que ingresaba. Y las filas para entrar, y siempre el vaho, ¡El calor, siempre el calor! y esa angustia horrenda que llevaba el rítmico son de las puertas que se abrían y se cerraban en cada estación y el de los mensajes trasmitidos por las bocinas de un vagón con el aire viciado que recorría la ciudad a través de venas grises a cielo abierto. ¡Y los colores y las formas! Y el diálogo insulso entre unos esposos con 30 años de casados,  y las risas y los llantos de los niños, todo a manera de violines chillones, o de icopor partido ¡o de gatos arañando pizarras de tablero! ¡Y las manos! ¡Cientos de manos tocando, manoseando, hundiendo botones en pantallas de cristal, enviando caritas y risas fingidas! ¡Manos que a manera de arañas pululaban por todo el vagón! El ciclo de la vida, la horrible tragicomedia humana se desarrollaba todos los días a la misma hora en el tren metropolitano que conectaba el norte con el sur. ¡Y el ruido! ¡El ruido inmenso y sordo de lo insulso de la vida!

«Y ese mal olor del que está al lado, y la estupidez de la charla que mantiene. Y la rabia. Y esa sensación de llorar por dentro.»
No era la náusea. Era la asfixia. Era el hastío. Era el calor.
El tren se detuvo.
Había sido un día igual a todos. 

Autor: José Fernando Leal Becerra  

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