Día
caluroso con un sol poniente que se filtraba por las ventanas. Viaje atestado en un vagón del tren. El río que
apestaba al lado y los vagones repletos de estudiantes, trabajadores,
secretarias y obreros que regresaban de las construcciones al sur de la ciudad.
Todo lleno de morrales y bolsas de almacenes de cadena. Y el calor propio de la hora.
Estaba
de nuevo, de pie (Era impensable encontrar un puesto desocupado a esa hora). Y,
mientras intentaba hacerse con un poco de espacio para no caer, miraba aquellas
caras cansadas de los pasajeros; caras perladas por el sudor que intentaban
absorber algo del aire que se filtraba por los ventiladores. Miró a través de
las ventanas del vagón.
Las
luces que entraban por las ventanas selladas mostraban la actividad febril de
una ciudad que pasaba del día a la noche. Luces de semáforos y de carros, luces
de edificios y de casas, luces de autopistas perpendiculares a la línea del tren y repletas
de vehículos que sólo eran el símbolo del fin de un día más de trabajo. Allí,
en el tren, una niña lloraba (a lo mejor se debía al calor, y a lo sofocada que
quizá se sintiera la pobre en medio de tanta gente), mientras que más personas ingresaban,
pues era lo común al final de una jornada laboral. Un celular sonaba y unos
audífonos de un pasajero reproducían música para el vagón entero. El bochorno
propio de la hora y de la aglomeración de gente. Él sólo sentía.
Se
encontraba respirando pesadamente a causa del ambiente. De nuevo, otro llanto.
Observó que, en el colmo de la falta de sentido común, intentaban ingresar un
coche de bebé a un vagón atestado de gente. Sintió marearse y de nuevo el
calor, siempre el calor, mientras que a su alrededor, varios pares de manos agarraban
cuellos de camisas en un vano intento de echarse aire. Y el cansancio.
Estaba
en medio de un espacio atestado de personas, mientras que la atmósfera se
volvía más y más pesada. El vagón, visto a través de sus ojos, sólo era un
revoltijo de luces blancas, de caras, de rostros, de formas y de olores. Pero él
estaba seguro de que veía el sofoco.
Y también a los obreros con sus chistes y sus overoles. Y a las secretarias con
sus sacos azules. Y a los estudiantes con sus bolsos, y a los que estaban
sentados en las sillas fingiendo dormir para no ceder los puestos. Y de que olía. Olía el terrible hedor
que despedía el río, mezclado en proporciones industriales con los olores
corporales de obreros, estudiantes y trabajadores. Y en medio de todo, el calor
propio de la hora en la que todo el mundo se mezclaba. El calor, el sudor y los
olores. El calor que penetraba, el calor exhalado de las formas y de los
cuerpos apretujados en posiciones increíbles para dar paso a las personas que
ingresaban. Él sólo sentía.
Calor, sudor, olores.
Calor,
sudor y olores. Veía, pero no veía hombres, sino formas. Veía ojos amarillos, cansados y cetrinos
por doquier. Y escuchaba esas risas. Sus risas.
Esas risas destempladas, sardónicas, esas muecas, unas sin dientes, que
hablaban. ¡Y escuchaba sus voces! Calor,
sudor y voces. Todo se escuchaba, todo
se sentía. Esas horribles voces que crecían, que hablaban, que gritaban,
que reían, que insultaban. Las charlas de las amigas sobre los hombres que
conocían, las charlas de los compañeros de trabajo, los chismes que le contaba
una vecina a la otra. Calor, sudor y
formas, calor, sudor y olores,
¡calor, sudor y voces!
¡El
calor, siempre el calor! ¡El calor monstruoso que desdibujaba a las personas y
sólo las mostraba como bultos! Bultos secos o sudorosos, bultos esqueléticos o
amorfos en ese vagón de los horrores. Hombres con ojeras y con cabellos
embadurnados de gel para formar los peinados más extraños y mujeres con
vestidos apretados que resaltaban sus carnes fofas. Y todos esos hechos como
notas de una melodía que iba en ascenso. Y el roce de los cuerpos, los
audífonos y las manos que tocaban pantallas, y más niños que lloraban y más
gente que ingresaba. Y las filas para entrar, y siempre el vaho, ¡El calor, siempre el calor! y esa
angustia horrenda que llevaba el rítmico son de las puertas que se abrían y se
cerraban en cada estación y el de los mensajes trasmitidos por las bocinas de
un vagón con el aire viciado que recorría la ciudad a través de venas grises a
cielo abierto. ¡Y los colores y las formas! Y el diálogo insulso entre unos
esposos con 30 años de casados, y las
risas y los llantos de los niños, todo a manera de violines chillones, o de
icopor partido ¡o de gatos arañando pizarras de tablero! ¡Y las manos! ¡Cientos
de manos tocando, manoseando, hundiendo botones en pantallas de cristal,
enviando caritas y risas fingidas! ¡Manos que a manera de arañas pululaban por
todo el vagón! El ciclo de la vida, la horrible tragicomedia humana se
desarrollaba todos los días a la misma hora en el tren metropolitano que
conectaba el norte con el sur. ¡Y el ruido! ¡El ruido inmenso y sordo de lo
insulso de la vida!
«Y
ese mal olor del que está al lado, y la estupidez de la charla que mantiene. Y
la rabia. Y esa sensación de llorar por dentro.»
No
era la náusea. Era la asfixia. Era el hastío. Era el calor.
El
tren se detuvo.
Había sido un día igual a
todos.
Autor: José Fernando Leal
Becerra
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