Cesó el
caminar de todos al notar que él sintió su mirada arrebatada por el agua y que
en su silencio estoico, buscaba la correspondencia del propio pensamiento con
los ojos.
Era un
íntimo momento y a pesar de ello, esperaron enterrados en la arena transportada
por el río. El agua a mitad de sus botas les confundía con estacas y raíces,
cuya rigidez tan sólo formaba efímeros remolinos, que disipaban su existencia
en la superficie con un chasquido apenas audible, al contener el aliento
trasnochado en aquel acto, que parecía impostado para una postal perenne.
Ese hombre
fue impelido por su cuerpo a trasmitir la energía intransigente y natural de
sentirse conmovido, a tomar una minúscula porción del río entre los cuencos de
sus manos, y sin perder de vista aquel reflejo, sorber con la avidez del
moribundo los cachitos de la luna que había poseído entre sus dedos. Cerró sus
ojos en el instante en que sus labios sintieron la gelidez metálica del astro y
las palmas acompañaron la cadencia lenta de su cuello al doblarse atrás. Por un
segundo, la luz penetrada en el negro de la selva pareció concentrarse sólo en
su rostro y ofreció un dramático momento en el que a mitad de la corriente con
su cuerpo erguido y los párpados caídos, sus dedos aparecían como ramas nacidas
del mentón, desde los cuales caían gotas como argentíferas chispas que pronto
fueron a morir con la corriente. Bebió de la luna y fue casi universal.
Ratificó ser parte de esos seres que quieren tragarse el cosmos con su lucha,
para ofrecer a todos su cuerpo descarnado hecho estrellas y cometas.
Tras instantes detenido por segundos, reanudó su trasegar en línea tras de otros pasos, cuidando inútilmente de no herir las terrosas escalas naturales de la montaña ignota y de aprovechar las piedras que las vertientes le ofrecía. Lo cubría una calle de bambúes en cuyo seno se perdía toda luz del alba, ahora asomada en su secreto. Acostumbró los ojos en su paulatino aparecer. Mirando hacia el oriente, creyó adivinar cómo a través de las nubes dispersas como algodón rasgado, se introducía calor a los picos de los cerros, que respondían soltando el vaho del rocío nacido en el frío de la noche y de la altura. Alzó su mira hacia el este y un tenue iris se alejaba con las nubes hacia el valle, escupidas desde los frailejones paramunos, para remojar el polvo de la tierra estropeada por el hombre y su avaricia.
El destino
más cercano era aquel boquerón sureño, en el cual la cordillera tenía una
muesca en el vértice de dos montañas infinitas que suspendían sus cuchillas,
para descender equidistantes sobre un punto común, bajo pendientes imposibles
para el hombre. Era un portal que invitaba a cruzarlo sin más premio que hallar
el saludo de otra serranía.
No había camino a elegir más que las acequias de agua pura que vienen de los montes, cuyo afloramiento primigenio está escondido por el bosque detrás de su follaje, a salvo de la riqueza y a la mano del sediento.
Agua al
libar la luna, agua en sus espaldas de sudor, agua en los pasos del camino y en
los ojos anegados de alegría oculta: sollozo que se hizo clandestino en el
revés de su pañuelo.
Unos pasos
más y alcanzó el anhelado paso de montaña. Con el recuerdo de los cachitos de
la luna en su garganta, alzó sus puños con energía de victoria y percibió de
nuevo el metal del agua bajo cero en sus muñecas al tocar las nubes.
Mirando el
paisaje agreste y vigoroso, sumó un latido más al sentir el palpitar de la
manigua y se fue tranquilo al dejarla casi intacta tras de sí. Su cuerpo
enfrentaba el verso montañoso, para contemplar cómo la tibieza se regaba por
las carpas de los seres centenarios. Bajó los brazos al sentirse derrotado por
la inmensidad del territorio.
De nuevo hubo silencio y las
demás miradas se concentraron en su pecho. Sus compañeros otra vez fueron
estacas y raíces, mientras sus ojos buscaban en el aire las respuestas a sus
dudas. Cerró los ojos y con fuerza inusitada, inhaló como para dejar sin aire
al mundo. Con su pecho henchido de orgullo y fortaleza, bufó como un toro al
sonreír con alegría y al reiniciar el paso entre quienes con rareza le
observaban.
Él, que bebió las aguas
de la luna, respiró entonces el calor del sol.
Autor: Hamilton Andrey Suárez.
excelente, men
ResponderEliminarMuy buen cuento corto. Contiene escenas profundas, narradas con tal detalle que permiten vivr el personaje y sentir las diversas emociones producidas por la localidad en la que ocurren los hechos. Es un caminar incesante por esa naturaleza que caracteriza nuestra geografía nacional y sus dinámicas sociales.
ResponderEliminarEscribes muy bien, te vas al detalle de una fina manera.
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