jueves, 27 de marzo de 2014

Dos Sentidos

Una luna medio vaciada era suficiente para marcar destellos sobre un agua cristalina, que a pesar de su murmullo, parecía estancada en su lecho flanqueado por robles, caminos, plátanos, piedras y el sonar cobrizo del fusil de los guerreros. Sus figuras aún en la profunda noche, eran pálidas y rasas por la luz lunática.

Cesó el caminar de todos al notar que él sintió su mirada arrebatada por el agua y que en su silencio estoico, buscaba la correspondencia del propio pensamiento con los ojos.

Era un íntimo momento y a pesar de ello, esperaron enterrados en la arena transportada por el río. El agua a mitad de sus botas les confundía con estacas y raíces, cuya rigidez tan sólo formaba efímeros remolinos, que disipaban su existencia en la superficie con un chasquido apenas audible, al contener el aliento trasnochado en aquel acto, que parecía impostado para una postal perenne.

Ese hombre fue impelido por su cuerpo a trasmitir la energía intransigente y natural de sentirse conmovido, a tomar una minúscula porción del río entre los cuencos de sus manos, y sin perder de vista aquel reflejo, sorber con la avidez del moribundo los cachitos de la luna que había poseído entre sus dedos. Cerró sus ojos en el instante en que sus labios sintieron la gelidez metálica del astro y las palmas acompañaron la cadencia lenta de su cuello al doblarse atrás. Por un segundo, la luz penetrada en el negro de la selva pareció concentrarse sólo en su rostro y ofreció un dramático momento en el que a mitad de la corriente con su cuerpo erguido y los párpados caídos, sus dedos aparecían como ramas nacidas del mentón, desde los cuales caían gotas como argentíferas chispas que pronto fueron a morir con la corriente. Bebió de la luna y fue casi universal. Ratificó ser parte de esos seres que quieren tragarse el cosmos con su lucha, para ofrecer a todos su cuerpo descarnado hecho estrellas y cometas.


Tras instantes detenido por segundos, reanudó su trasegar en línea tras de otros pasos, cuidando inútilmente de no herir las terrosas escalas naturales de la montaña ignota y de aprovechar las piedras que las vertientes le ofrecía. Lo cubría una calle de bambúes en cuyo seno se perdía toda luz del alba, ahora asomada en su secreto. Acostumbró los ojos en su paulatino aparecer. Mirando hacia el oriente, creyó adivinar cómo a través de las nubes dispersas como algodón rasgado, se introducía calor a los picos de los cerros, que respondían soltando el vaho del rocío nacido en el frío de la noche y de la altura. Alzó su mira hacia el este y un tenue iris se alejaba con las nubes hacia el valle, escupidas desde los frailejones paramunos, para remojar el polvo de la tierra estropeada por el hombre y su avaricia.

El destino más cercano era aquel boquerón sureño, en el cual la cordillera tenía una muesca en el vértice de dos montañas infinitas que suspendían sus cuchillas, para descender equidistantes sobre un punto común, bajo pendientes imposibles para el hombre. Era un portal que invitaba a cruzarlo sin más premio que hallar el saludo de otra serranía.

No había camino a elegir más que las acequias de agua pura que vienen de los montes, cuyo afloramiento primigenio está escondido por el bosque detrás de su follaje, a salvo de la riqueza y a la mano del sediento.

Agua al libar la luna, agua en sus espaldas de sudor, agua en los pasos del camino y en los ojos anegados de alegría oculta: sollozo que se hizo clandestino en el revés de su pañuelo.

Unos pasos más y alcanzó el anhelado paso de montaña. Con el recuerdo de los cachitos de la luna en su garganta, alzó sus puños con energía de victoria y percibió de nuevo el metal del agua bajo cero en sus muñecas al tocar las nubes.

Mirando el paisaje agreste y vigoroso, sumó un latido más al sentir el palpitar de la manigua y se fue tranquilo al dejarla casi intacta tras de sí. Su cuerpo enfrentaba el verso montañoso, para contemplar cómo la tibieza se regaba por las carpas de los seres centenarios. Bajó los brazos al sentirse derrotado por la inmensidad del territorio.



De nuevo hubo silencio y las demás miradas se concentraron en su pecho. Sus compañeros otra vez fueron estacas y raíces, mientras sus ojos buscaban en el aire las respuestas a sus dudas. Cerró los ojos y con fuerza inusitada, inhaló como para dejar sin aire al mundo. Con su pecho henchido de orgullo y fortaleza, bufó como un toro al sonreír con alegría y al reiniciar el paso entre quienes con rareza le observaban.

Él, que bebió las aguas de la luna, respiró entonces el calor del sol.


Autor: Hamilton Andrey Suárez.

3 comentarios:

  1. Muy buen cuento corto. Contiene escenas profundas, narradas con tal detalle que permiten vivr el personaje y sentir las diversas emociones producidas por la localidad en la que ocurren los hechos. Es un caminar incesante por esa naturaleza que caracteriza nuestra geografía nacional y sus dinámicas sociales.

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  2. Escribes muy bien, te vas al detalle de una fina manera.

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