La alegría se sentía por todo el reino, la felicidad
invadía los rostros de todas las personas, en el bar La morada del errante las
risas y los cantos de júbilo inundaban el lugar; en la mesa principal estábamos
los cinco guerreros que provocamos esta euforia o como la gente nos llamaba Los
Cinco de Villagris. A mi diestra estaba nuestro líder, Gladiur el invencible,
le seguían los hermanos Tara y Nomar, después Al Dulu, el héroe de las tierras
al otro lado del Gran Lago y por último quién les habla, Zerbian.
Todos gozaban, todos menos uno. En la esquina más
“silenciosa” del bar, un hombre cubierto por un manto gris que apenas dejaba
ver sus otras prendas, con un rostro grueso y de grandes patillas, una barba
espesa que rodeaba su boca y una mirada que solo indicaba una cosa, ira. En
pleno canto se acercó a nuestra mesa agarró una botella de vino y la estampó
contra el suelo a la vez que emitió un alarido, que incluso hoy recuerdo. El
bar rápidamente quedó en silencio y todas las miradas se posaron en aquel
individuo, hasta que nuestro líder le dirigió unas palabras con un tono
tranquilo.
— ¿Qué te sucede, amigo mío? ¿Por qué estás enojado
con nosotros?
—Eso es muy fácil de explicar—dijo aquel hombre un
poco más tranquilo, pero con el mismo fuego en sus ojos—. Mientras ustedes los
“héroes” nos defienden de males en tierras lejanas, no nos protegen de las
amenazas que acechan entre nuestras montañas y me refiero exactamente a que mi
esposa y mi único hijo desaparecieron ayer en La cueva sombría.
Al escuchar ese nombre el bar se llenó de murmullos;
no había nadie en todo el pueblo que no conociera las leyendas de aquel lugar.
Gladiur reflexionó un momento y se dispuso a hablar.
—Mañana antes del alba nosotros cinco marcharemos
hacia esa cueva, y antes del ocaso volverás a ver a tu familia.
—Eso espero—dijo el extraño, mientras salía del bar.
Cuando el sol asomó por el este, ya estábamos frente aquella cueva
maldita. Recuerdo muchas leyendas sobre aquel lugar: La de los extranjeros, las
cabras del viejo McPord, la pareja de amantes. Muchas historias, pero todas
llevaban a la misma frase: “Nada sale jamás de La Cueva Sombría”. Aunque por
esos lados había varias cuevas, esta era diferente, no solo por unos cuantos letreros
que advertían a los caminantes, sino también por la penumbra de su interior de
un negro tan profundo que opacaba la noche más oscura.
Gladiur avanzó hacia las tinieblas y nosotros lo
seguimos. No tardamos en dejar de ver el aro de luz que indicaba la entrada de la cueva; las
antorchas que llevamos parecían cerillos ante tal oscuridad. Y para nuestro
horror escuchamos unas palabras que provenían de lo más profundo.
— ¿Quién osa entrar a mi morada?—susurró una voz con
un toque femenino.
—Solo venimos en busca de dos personas desaparecidas
hace dos días—dijo Gladiur con aquel tono tranquilo que lo identificaba—, no es
nuestra intención molestar, dime ¿están ellos aquí?
—Ustedes son los únicos humanos que han entrado en
mis aposentos desde hace más de cien lunas—respondió la voz desde las entrañas
de la cueva—, y además si las personas que buscáis estuvieran aquí, deben saber
que no tengo razón para dejarlos ir.
—Gracias por su sinceridad—dijo Gladiur—, ya mismo
nos marchamos.
Una espantosa risa nos ensordeció.
—Como os dije antes, no tengo razón para dejarlos
ir.
Empezamos a oír murmullos y pasos a nuestro
alrededor, preparamos nuestras armas pero solo veíamos tinieblas.
—No os alarmen, luchen como siempre. Pero como ven
nuestros ojos son inútiles acá—dijo Gladiur dando una gran carcajada—. Vayan
saliendo yo los alcanzo en pueblo, perdimos el tiempo aquí.
Sin dar tiempo a explicaciones Gladiur el invencible
se adentró aún más en la cueva desapareciendo entre las sombras. Los cuatro nos
pusimos espalda con espalda, tiramos las antorchas, cerramos los ojos y
lentamente caminamos hacia la salida. A medida que los pasos y murmullos se
acercaban usamos nuestras armas, sentía que golpeaban contra algo, pero hasta
hoy nunca supe cuál era la forma de nuestro enemigo, en algunas ocasiones
estuvieron tan cerca que sentí una piel fría y húmeda, un hedor a muerte y Tara
logró arrancarle una de las garras
negras y con bordes como sierra a lo que sea que habitaba aquella cueva infernal.
Logramos salir airosos a excepción de unos cuantos
rasguños en las armaduras. Sin dejar tiempo al reposo y obedeciendo la orden de
Gladiur volvimos al pueblo encontrándonos con una desagradable sorpresa. El
hogar que juramos proteger estaba envuelto en llamas, mientras hombres
encapuchados corrían en pos de los aterrorizados aldeanos. Sin mediar palabras
nos dividimos, yo fui hacia un soldado que luchaba contra dos de esos
malhechores. Después de acabar con ellos aquel soldado me informó que estaban
asediando el castillo del rey, sin demora fui hacia allá, ya dentro un puñado
de soldados, junto a Tara y Al Dulu luchaban en el comedor real. Iba a
apoyarlos, pero Tara me detuvo y pidió que fuera a ayudar a su hermano en el
cuarto del rey.
Al entrar a los aposentos vi con resignación como un
hombre cubierto por un manto negro sacaba su espada del vientre de Nomar y a
sus pies yacía el cuerpo del rey. Corrí lleno de furia con espada en mano hacia
aquel sujeto y al ver su rostro quede inmóvil por la confusión, era el mismo
personaje que la noche anterior nos había gritado por la desaparición de su
familia y ahora lo comprendía todo, ir a la cueva solo fue una excusa para
dejar el pueblo indefenso. Pero yo no quería explicaciones, solo deseaba
venganza. Luché contra él, pero era demasiado rápido y mi espada fue inútil, me
desarmó y con una gran sonrisa se preparó para el golpe final y justo antes de
que su espada tocara mi cuello, Gladiur entró tan rápido y silencioso como el
viento y de un golpe acabó con aquel extraño que hasta el día de hoy ha sido el
único capaz de hacer sangrar a nuestro pueblo y mostrarnos que el verdadero mal
no viene de peligros de antaño sino del corazón de los hombres.
Autor: Andrés Felipe Hernández
Es grato saber que entre números y modelos todavía queda espacio para la creatividad. ¡Felicitaciones!
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