El suicidio es un homicidio de la
soledad.
Difícil es la labor de
contar la historia de Nadie, una historia sin comienzo ni fin alguno, un relato
nada importante; la unión de incontables palabras que interceptan incoherentemente
los pensamientos que Nadie tuvo el valor de contar.
Mientras tanto sentado
sobre una rama, entre la multitud de seres vegetativos en el tiempo me dispongo
a malgastar la tinta de mi esfero.
Pensamientos
incontrolables acuden al encuentro de mi mente y desnudan aquellas piscas
trascendentes escondidas en el interior de este mundo inhabitado, formulan un
angustioso caos que corroe las entrañas para convertirse en el putrefacto
revoltijo de letras que se derraman sobre el papel. El día se va oscureciendo,
con ello se corta el alcance de mi mirada, aquella sesgada por el intransitable
camino de una vida desmesurada, abundante de apologías inertes y escasos
segundos de éxtasis; se va desenmarañando poco a poco la noche, mientras la
oscuridad implanta aquel imperio de estrellas y aquella ruidosa música que se
despliega hasta alcanzar los rincones más lejanos y desolados, aquellos
rincones acudidos por Nadie, aquellos rincones llenos de Soledad , esa mujer
cálida que abraza los recuerdos, para así lograr que el pasado no sea más que
un montón de segundos, imágenes pintadas
en una absurda monocromía y borradas con
agua que desciende de montañas de papel destruyendo todo en su inmutable curso,
un cúmulo de palabras sosegadas por la brisa del recuerdo.
A Nadie le gusta
recordar a pocos, para a pocos nada ir recordando, ya que no es importante para
Nadie una sarta de momentos encerrados en un cofre viejo; deshilachado el
tiempo, trae aquellos deseos inalcanzables, tortuosas alegorías de la
incapacidad humana, alegrías, fantasías de otro mundo, una dimensión llena de
posibles, un espacio vacío donde la inconstancia se transforma en la basta e
infinita linealidad de la nada y es la nada lo más preciado para Nadie.
Nadie toma aquel enredo
enmarañado debajo de su cabello y penetrando un cepillo lleno de ácido en su
oído, limpia aquel rincón oscuro de su mente, para ir tranquilamente al
encuentro del sueño; los sueños de Nadie están llenos de esa realidad que
aturde a los hombres cuando están despiertos, personas sin rostro que caminan
presurosas al encuentro de nada, siempre con ese afán marcado al compás del
tiempo que se va desgastando con el ligero caminar de los días y las noches, de
pronto, una mujer delgada con una larga cabellera negra que brilla como el
diamante, se detiene enfrente de Nadie,
enciende un cigarrillo, Nadie observa la afluencia de gestos que dibuja el humo
en su rostro y la envuelve en una lóbrega, nostálgica y acidulante monotonía de
la realidad intransigente, que no perdona ni a los muertos, que no perdona a
Nadie, de repente aquella misteriosa mujer lanza la colilla encendida del
cigarrillo al suelo, Nadie con su mirada fija en aquel pequeño e insignificante
pedazo de basura, agacha su cabeza para llegar a tiempo al choque de la colilla
contra el suelo y en el centellar de las chispas que salen disparadas la mujer
desaparece, sin dejar ni rastro de su aroma agrio y desesperado; su corazón se
agita, mientras como quien no ha estado dormido, los ojos de Nadie se abren y
no queda más que el blanco techo lleno de nada como aquel rostro donde el humo
dibujaba sus gestos.
Después de mirar por un
rato el vacío, Nadie pone su pie izquierdo sobre el frio suelo de la mañana y
dando un desesperado salto se levanta de su cama para enfrentar un nuevo día,
realiza aquel ritual de todas las mañanas, aquel que lo acerca a todos aquellos
demás habitantes de este lacerado mundo, pone a hervir un poco de agua, toma su
encendedor y un cigarrillo de su mesa de noche y como un autómata se sirve un
café mientras consume sus pensamientos en el fuego, mientras el humo se esparce
por la habitación recuerda a aquella mujer de sus sueños que ha llenado un
espacio de su mente con enigmas, con un sin razón que compone la mayor parte de
su inaportante existencia, se prepara para salir y llenándose de valor
atraviesa la puerta, afuera le parece que el infierno se ha apoderado de la
ciudad o que se ha develado ante él la verdadera identidad de ésta, comienza a
caminar por las calles repletas de incertidumbre y desazón, ve la gente apresurada
dirigirse al encuentro con su muerte, sumergidos en la trágica experiencia de
una vida no vivida, un paso tras otro, ese movimiento rutinario que les
posiciona en el tiempo y los dirige a su destino, un destino conocido por
Nadie, el irremediable curso que Nadie enfrenta con tranquilidad.
Nadie, absorto en la
rememoración de aquellos instantes que lo mantienen vivo o por lo menos lo
detienen en este mundo, flotando sobre la difusa razón de su existencia, deja
la sucia calle pasar bajo sus pies a la velocidad de un recuerdo que desaparece
en la explosión de sensaciones que se fragmentan sobre la memoria, que le
desmiembran poco a poco su alma y la convierte en un lienzo corrompido por una
pequeña mancha indeleble e incorregible, dejándolo vacío y suspendido en el
eterno, cíclico e incoherente sin sentido; Nadie, aligera su paso, afanado por
concluir su cometido, ya luego de salir de aquel estado reflexivo se encuentra
frente al inmenso vacío y allí, como traída por la brisa aparece Soledad como
una alucinación, aquella mujer de sus sueños, quien Nadie ha amado y sufrido
tan dulcemente, aquella mujer delgada,
que con sus ojos atados al misterio y esos dos hoyuelos al final de su sonrisa,
arranca los corazones de quienes se atreven a amarla, aquella que ha llenado
por completo el alma de Nadie para al partir dejarle vacía y atada a la soledad,
el más anhelado olvido de Nadie, aquel recuerdo que se cierne sobre él cada
noche en sus sueños y desaparece al alba, la culpable de su sin razón, la
escritora de su destino, Soledad.
Volviendo en sí, Nadie,
con todas las fuerzas que día a día ha
reunido para esta ocasión, grita con toda la fuerza de su angustia – ¡aquí
estoy soledad, justo donde me has dejado, de frente al acantilado, donde no
pueden interrumpir mi deseo de desaparecer en el silencio junto a la brisa y
llegar a ti nada más que en el suspiro, aquí estoy como un grito embotellado,
transparente y frágil! – tembloroso enciende un arrugado cigarrillo, aspira con
afán aquel humo que le ahoga en sus palabras; de un solo salto se lanza del
acantilado, abraza el vacío, mientras la colilla de su cigarrillo se apaga en
el aire , entre llanto y risa, Nadie muere de amor.
Autor: Jorge William Zapata Tabares.
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