jueves, 27 de marzo de 2014

C’est pas Flânerie

Hubo una noche, cercana a Saturno, en que simplemente fui un cigarrillo.
Me quemaba suavemente absorbiendo el oxígeno denso. Iba dejando caer, gota a gota, las cenizas de mi piel, liberándome sin compromisos de aquellos fatuos recuerdos del atardecer.
Me soliviaba en la seguridad de saber que mi mano me sostenía, firme y sin vacilaciones, quemándose con mi calor. No había tiempo, no había espacio justo, no había frío ni soledad, el mundo giraba en torno a mi humo ligero, mi alma evaporada.

Fui un cigarrillo que se consumía suicidamente arrebatando partículas de aire para autodestruirse en un juego irracional, delicioso.

Al darme cuenta de que yo no era yo sino que era ese algo ausente que siempre fui mientras era yo (que fui un algo que nunca dejó de representar un yo), un tubito de papel incinerándose, desapareciendo, rugiendo en silencio; al entender todo aquello, sentí cómo un velo de hastío me cubrió la conciencia. Estaba siendo dos seres desconocidos que podían reconocerse únicamente por una mano helada que los unía, un canal formado por dos dedos estirados y apoyados sobre una pierna medianamente recogida. Éramos dos cuerpos respirando el mismo humo, saboreando la misma sed, robando la misma vida. Y sin embargo ambos emitíamos, errantemente, una repulsión al autoreconocimiento como si fuese un pecado codicioso vivir dos realidades al mismo tiempo.
 
¿Cómo podría ser la persona que miraba y fumaba el cigarrillo y al mismo tiempo ser el cigarrillo que se sentía mirado y fumado? Era casi contradictorio porque habitaba una doble corporeidad y una doble sensación: un ser que se sabe y se siente observador y que a la vez se sabe y se siente objeto observado. Así que tuve que decidirme por una realidad y abandonar la otra. Fue entonces cuando caí al abismo de vértigos incandescentes. La mano, mi mano, perdió su fuerza, su voluptuosidad, se abandonó al suspiro helado de Dios y soltó el cigarrillo (¡a mí!) dejándome caer al asfalto negro, a ese universo sólido y rugoso en el cual toda vaguedad encuentra refugio hasta que es pisoteado y aplastado por las multitudes de zapatos de cuero, por las garras descalzas de las palomas, por las huellas levitantes de los gatos.

Mi cuerpo se desplomó sobre el piso y mis ojos miraron al cielo por primera vez desde que fui hombre y veneno. La noche estaba clara y se desdibujaba frente a un edificio viejo. Mi alma, que a veces era humo, seguía desvaneciéndose en mi propio fuego, reduciéndome cada vez más a las cenizas de fénix mortal, es decir cuervo, es decir gallinazo, es decir buitre, es decir carroña.

Autor: Víctor Manuel Quintero Pulgarín.

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