miércoles, 26 de marzo de 2014

VALIENTES


El sacerdote comenzó con su acostumbrada homilía. Solo alcancé a escuchar un par de palabras acerca de que el hombre es lo más malo que ha podido sucederle a la tierra y que debemos tener un cambio inmediatamente si no queremos arder en el infierno. Lo mismo de siempre. Empecé a mirar hacia los lados y en un instante las palabras de aquel mensajero se volvieron un eco cada vez más distante de mi cabeza. La había mirado, y lo más difícil es que ella… me miraba, como si me hubiera estado llamando de alguna manera efectiva que me hizo acudir a ella y cruzarme con sus ojos.

Todos hemos oído decir que los ojos son las ventanas del alma, pero aquellos eran tan profundos, que de verdad dudaba si lo que estaba viendo era su alma. Eran ojos que no dejaban ver nada dentro de si. Muchas veces intentamos llegar a conocer lo que alguien siente por su mirada, pero aquí era imposible, no sé, nunca había visto algo así.

Pasaron diez segundos o cien años, cuando traté de esbozar  una pequeña sonrisa que ella no devolvió, me avergoncé y bajé la mirada. Ya todo había pasado. Traté de concentrarme nuevamente en el discurso pero me fue imposible. Tenía que volver a mirarla y, así lo hice. Afortunadamente miraba hacia el frente y pude observarla a mi gusto. Todo su rostro reflejaba una tranquilidad inmensa, como infantil, que se transmitía. Y cada parte encajaba perfectamente con las demás. Su nariz, su boca, sus cejas, sus pómulos, su blanca piel, sus ojos, esos ojos negros. Todo guardaba una armonía casi musical. Fue ahí cuando descubrí que era perfecta. Aun sin ver su sonrisa, que es en mi concepto lo más hermoso de una mujer, decidí que era perfecta.

Volví a mirar hacia otra dirección. En este punto ya me sudaban las manos, me sentía incómodo, todo por culpa de ella. Me preguntaba si estaba observándome nuevamente, si yo ocupaba sus pensamientos como ella lo hacía en los míos, si estaba tan nerviosa como yo. No sé por qué me sentía nervioso, tal vez porque de repente su cara ya no se me salía de la cabeza. Aun así, preferí no volver a mirarla, para no torturarme más, y procuré prestar atención a aquellas palabras divinas que había ido a escuchar y que ya estaban por finalizar, cosa que veía imposible.

Salí a recibir el cuerpo de Cristo y volví a mi asiento con la cabeza baja para no cruzarme accidentalmente con sus ojos, que de igual forma seguían presentes en mi mente. Esperé ansiosamente a que terminara la ceremonia, no me sentía bien. Cuando nos dejaron libres finalmente salí al pasillo principal prácticamente de un salto, dándole la espalda a la banca donde ella se encontraba y comencé a caminar lentamente junto con la multitud que cantaba alabanzas y se echaba bendiciones. Al respirar el aire fresco, parecía ya estar mejor. Sabía que no la volvería a ver en mi vida, esperaba no hacerlo. Y que llegaría a mi casa a hacer cualquier actividad que ocupara mi mente con la cual olvidaría aquel momento indescriptible. Siempre era igual.

Bajé un par de escalones, cuando sentí el roce de algo sobre mi hombro. Giré la cabeza y me encontré con ella, caminaba a mi lado entre el montón de gente y su cabello ocultaba la mitad de su rostro, apenas si percibía su nariz. Al llegar al último escalón, en un momento fugaz, me miró, sonrió levemente, lo suficiente para mí y torció su camino hacia la dirección contraria, dejándome ver solo su negro cabello. De nuevo mi corazón se aceleró, y me detuve un momento. Mucho y nada pasaba por mi cabeza. Sin embargo, giré mis pasos, y tomé rumbo de mi casa.

El resto del día concurrió de manera totalmente contraria a como lo esperaba. En la habitación, la ducha, el comedor, la sala de estar, la cocina, leyendo, escribiendo, viendo televisión, jugando, hablando. En todo momento me atormentaba la duda de saber que hubiera pasado si hubiera roto los estándares por esta vez, estándares que yo mismo me había colocado y que no me permitían pasar de solo observar y sentir como el corazón se salía de mi pecho. Era algo adicto a esto, debo admitirlo, es una sensación que yo mismo disfrutaba, aunque dejara secuelas como las que sentía en ese instante, sobretodo al saber que la experiencia de ese día involucraba una mujer que muy posiblemente valía la pena, lo sentía, lo sabía.

Cosas como esta le pasan a todo el mundo, a unos más seguido que a otros. El desaprovechar pequeñas o minúsculas oportunidades que nos da la vida y que muchas veces se nos hacen inclusive imperceptibles. Con esto no me refiero únicamente a una oportunidad laboral, de estudio, de viaje, económica, social. Sino también a una oportunidad de amar, tal vez sea muy exagerado mencionar el amor, pero en el fondo si. Es una oportunidad de amar. Sé que esta historia suena algo triste. El aprovechar o desaprovechar oportunidades es un tema con el que todos nos sentimos identificados y en este caso no terminó siendo lo mejor.

Pero, debo decirte, te he engañado, y afortunadamente el final no fue el que acabé de mencionar. Porque existe un sentimiento que yo denominaría valentía, aunque no se si todos compartan esta definición, el cual anula todo pensamiento positivo o negativo y te lleva a actuar, arriesgándote, antes de medir una consecuencia. Si, te lleva a arriesgarte, a tomar la mano de ese ángel cuando empieza a alejarse dándote la espalda. A mirarlo con toda la seguridad con la que eres capaz, y pronunciar un par de palabras entrecortadas preguntándole su nombre intentando ser lo mas elocuente y conciso que sea posible. A sonreír tratando de no permitir que note que tu corazón palpita como si nunca lo hubiera hecho antes y a contener todas las reacciones desfavorables de tu cuerpo, que parece en esos casos quererte ‘’salvar’’ de la situación poniendo todas los obstáculos posibles a tus impulsos.

Creo que fue el mismo hecho de no pensar lo que hice, lo que hizo que saliera casi perfecto. Y el hecho de que ella se apiadara de mis sudorosas manos, mis asustados ojos y mis apenas perceptibles palabras, diciéndome su nombre y sonriendo enseñándome sus dientes, hizo que volviera a llenarme el pecho de aire, contento, y a recordar aquella perdida confianza en mi mismo. Porque el conocerla, no era lo más importante que me había pasado en la vida, no.  Pero era mejor que solo conformarme con mirarla. Y lo peor ya había pasado.

Autor: Juan Manuel Mejía.

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