miércoles, 26 de marzo de 2014

EL PRIMER HOMBRE.

El primer y único hombre sobre la tierra despertó un día cualquiera de un eterno nunca haber despertado antes; de ese estado anterior a la vida que no permite ser recordado. El primer hombre sin pasado abrió los ojos y, maravillado por el espectáculo del amanecer, permaneció inmóvil hasta que el color del cielo se tornó delicadamente azul y uniforme, y los tonos naranjas y rosados se difuminaron hasta perderse.

El primer hombre despertó un día de verano en la mañana, rebosante de vitalidad, ansioso por conocer todo lo que lo rodeaba. Sin percibir que el tiempo pasaba y estando alejado de cualquier concepto de éste, adquirido ya por nosotros, segundos y terceros hombres, se internó en los bosques, corrió por vastas llanuras y se bañó en ríos y mares. Encontró pronto que su cuerpo reaccionaba ante todos los fenómenos de su nuevo hogar. Sentía calor, por el sol; frío después de bañarse en las quebradas y ríos y sentir el viento rozar su piel; y el ardor en los ojos por la sal del mar. Se dio cuenta pronto de que no estaba solo y comprendió la furia del animal una vez él entraba en su territorio. Percibió el hambre, la sed, el cansancio y el sueño, y tras varias excursiones cayó rendido en un campo, sobre la hierba suave y húmeda. Durmió, antes de ver cómo el sol se escondía y despertó cuando ya se acercaba al cenit.

Aunque algo contrariado por el efecto de aquel intervalo y el extraño estado en que lo ponía, no hizo mucho caso de ello y se animó al ver el color azul radiante del cielo a mediodía. Debo decir que, para facilitar la narración, utilizo los términos “día”, “sueño”, entre otros, pero el primer hombre no tenía consciencia de estos. Para él la continuidad de las cosas no estaba separada por el día y la noche, como lo está para nosotros. No obedecía a horarios para las comidas, y aunque notaba que el sol se movía en el cielo, no podía encontrar una razón lógica para ello, o por lo menos una razón que le diera una idea de “tiempo”. Tampoco le importaba poner un orden en cuanto a esto. Los colores eléctricos de las flores y algunos animales habían llamado su atención desde el principio, y siendo esta una investigación tan amplia, no tendría oportunidad de fijarse aun en la lógica del cielo.

Continuó con sus paseos y exploraciones, pero esta vez se sorprendió al ver que las cosas que había visto el día anterior se presentaban ante él en un tono distinto. Encontró un pequeño animal tirado en su camino, inmóvil y con los ojos abiertos mirando dentro de la nada. Se inclinó sobre él y trató de ponerlo en pie, como para animarlo a seguir su marcha por este mundo, pero no lo logró y por el contrario, al volverlo a tumbar sobre el suelo,  de su boca se derramó sangre y en el otro costado vio una herida infestada de hormigas, larvas y otros insectos que se peleaban por conseguir un buen lugar para chupar la sangre o engordarse con la carne… ¿Qué podía estar sucediendo? Pensó en sí mismo siendo devorado por el costado por pequeños animales, recibiendo pequeñas mordeduras, sintiendo sus cuerpos babosos pasearse por sus entrañas. Se indispuso. Un cosquilleo recorrió su cuerpo y le obligó a irse.

Se alejó casi corriendo y dio con un campo de flores que el día anterior había divisado. Se alegró de poder estar allí entre la fragancia, bajo el sol, sobre hojas y ramas. Pero gran parte del campo desentonaba. Formaba una gran mancha parda entre el azul, el morado y el rojo. Se acercó y vio que las flores ya no desprendían un aroma agradable sino nauseabundo y su color no inspiraba lo que las demás. ¿A qué podría deberse? De repente parecía que todas las cosas mostraban otra cara y para el primer hombre, aun sin poder explicárselo, esto era decepcionante y abrumador.

Caminó sin rumbo por un buen rato. Paseó por la playa dejando mojar sus pies con las olas. En el fondo el gran sol, ya naranjado por la hora del día, llamó su atención, pero antes de poder contemplar la belleza de este color, se dio cuenta de que escapaba a su vista tras la línea horizonte del mar, coloreando este ahora todo de rojo, tal como si el mundo de repente se inundara con la sangre del pequeño animal. Lloró. Lloró a gritos en la inmensa soledad que lo rodeaba. Todo lo que prometía ser bueno y maravilloso, enérgico y vital, ahora le abandonaba. Lo dejaba solo frente a ese mar de sangre y bajo un manto negro que pesaba sobre su cabeza. Sin conseguir dormir por el llanto y la preocupación, palpó con desesperación su cuerpo con la intención de confirmar si seguía allí y precisar sus proporciones. Conocerse, amarrarse a sí mismo era ahora lo único que podía hacer y lo único que lo consolaba. Apartando las lágrimas de sus mejillas miró hacia arriba y dijo para sí: “Tengo la horrible sensación de que las cosas no van a despertar de nuevo. Qué pasó con la flor de ayer, aquella que mostraba apenas unos visos violetas en la tarde, hoy está en el suelo y un color pardo se ha apropiado de sus pétalos. Y el gran sol, que tanto me había alumbrado y calentado, hoy se ha encendido en un color inusual y ha huido a esconderse detrás del mar.”

La muerte de las cosas a cada paso lo sorprendió, porque la muerte está presente en cada cosa de este mundo que se manifiesta bella y vital. No conseguía dormir y con sus ojos abiertos, hurgando en la inmensa oscuridad, tuvo por fin consciencia de sus sentimientos y el miedo a la muerte de su cuerpo lo invadió de una manera violenta, de la que no supo cómo librarse. Imaginaba ver su silueta blanca hundiéndose en las aguas del mar o siendo devorado por algún animal salvaje. Imaginó la tierra abriéndose bajo sus pies, el barro cubriéndolo. Imaginó que se marchitaba, como las flores, que ya no podría caminar o correr. Imaginó la pérdida de la vista, de la voz, del oído. Imaginó que paulatinamente todas las cosas del mundo terminarían y encontrarían su muerte cuando él la encontrara. Y esa ineludible coincidencia a la que al parecer estaba destinado mortificaba su ser de una manera despiadada.

Autor: Gianna Piazzini Grajales.

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