El
primer hombre despertó un día de verano en la mañana, rebosante de vitalidad,
ansioso por conocer todo lo que lo rodeaba. Sin percibir que el tiempo pasaba y
estando alejado de cualquier concepto de éste, adquirido ya por nosotros,
segundos y terceros hombres, se internó en los bosques, corrió por vastas
llanuras y se bañó en ríos y mares. Encontró pronto que su cuerpo reaccionaba
ante todos los fenómenos de su nuevo hogar. Sentía calor, por el sol; frío
después de bañarse en las quebradas y ríos y sentir el viento rozar su piel; y
el ardor en los ojos por la sal del mar. Se dio cuenta pronto de que no estaba
solo y comprendió la furia del animal una vez él entraba en su territorio.
Percibió el hambre, la sed, el cansancio y el sueño, y tras varias excursiones
cayó rendido en un campo, sobre la hierba suave y húmeda. Durmió, antes de ver
cómo el sol se escondía y despertó cuando ya se acercaba al cenit.
Aunque
algo contrariado por el efecto de aquel intervalo y el extraño estado en que lo
ponía, no hizo mucho caso de ello y se animó al ver el color azul radiante del
cielo a mediodía. Debo decir que, para facilitar la narración, utilizo los
términos “día”, “sueño”, entre otros, pero el primer hombre no tenía
consciencia de estos. Para él la continuidad de las cosas no estaba separada
por el día y la noche, como lo está para nosotros. No obedecía a horarios para
las comidas, y aunque notaba que el sol se movía en el cielo, no podía
encontrar una razón lógica para ello, o por lo menos una razón que le diera una
idea de “tiempo”. Tampoco le importaba poner un orden en cuanto a esto. Los
colores eléctricos de las flores y algunos animales habían llamado su atención
desde el principio, y siendo esta una investigación tan amplia, no tendría
oportunidad de fijarse aun en la lógica del cielo.
Continuó
con sus paseos y exploraciones, pero esta vez se sorprendió al ver que las
cosas que había visto el día anterior se presentaban ante él en un tono
distinto. Encontró un pequeño animal tirado en su camino, inmóvil y con los
ojos abiertos mirando dentro de la nada. Se inclinó sobre él y trató de ponerlo
en pie, como para animarlo a seguir su marcha por este mundo, pero no lo logró
y por el contrario, al volverlo a tumbar sobre el suelo, de su boca se derramó sangre y en el otro
costado vio una herida infestada de hormigas, larvas y otros insectos que se
peleaban por conseguir un buen lugar para chupar la sangre o engordarse con la
carne… ¿Qué podía estar sucediendo? Pensó en sí mismo siendo devorado por el
costado por pequeños animales, recibiendo pequeñas mordeduras, sintiendo sus
cuerpos babosos pasearse por sus entrañas. Se indispuso. Un cosquilleo recorrió
su cuerpo y le obligó a irse.
Se
alejó casi corriendo y dio con un campo de flores que el día anterior había
divisado. Se alegró de poder estar allí entre la fragancia, bajo el sol, sobre
hojas y ramas. Pero gran parte del campo desentonaba. Formaba una gran mancha
parda entre el azul, el morado y el rojo. Se acercó y vio que las flores ya no
desprendían un aroma agradable sino nauseabundo y su color no inspiraba lo que
las demás. ¿A qué podría deberse? De repente parecía que todas las cosas
mostraban otra cara y para el primer hombre, aun sin poder explicárselo, esto
era decepcionante y abrumador.
Caminó
sin rumbo por un buen rato. Paseó por la playa dejando mojar sus pies con las
olas. En el fondo el gran sol, ya naranjado por la hora del día, llamó su
atención, pero antes de poder contemplar la belleza de este color, se dio
cuenta de que escapaba a su vista tras la línea horizonte del mar, coloreando
este ahora todo de rojo, tal como si el mundo de repente se inundara con la
sangre del pequeño animal. Lloró. Lloró a gritos en la inmensa soledad que lo
rodeaba. Todo lo que prometía ser bueno y maravilloso, enérgico y vital, ahora
le abandonaba. Lo dejaba solo frente a ese mar de sangre y bajo un manto negro
que pesaba sobre su cabeza. Sin conseguir dormir por el llanto y la
preocupación, palpó con desesperación su cuerpo con la intención de confirmar
si seguía allí y precisar sus proporciones. Conocerse, amarrarse a sí mismo era
ahora lo único que podía hacer y lo único que lo consolaba. Apartando las
lágrimas de sus mejillas miró hacia arriba y dijo para sí: “Tengo la horrible
sensación de que las cosas no van a despertar de nuevo. Qué pasó con la flor de
ayer, aquella que mostraba apenas unos visos violetas en la tarde, hoy está en
el suelo y un color pardo se ha apropiado de sus pétalos. Y el gran sol, que
tanto me había alumbrado y calentado, hoy se ha encendido en un color inusual y
ha huido a esconderse detrás del mar.”
La
muerte de las cosas a cada paso lo sorprendió, porque la muerte está presente
en cada cosa de este mundo que se manifiesta bella y vital. No conseguía dormir
y con sus ojos abiertos, hurgando en la inmensa oscuridad, tuvo por fin
consciencia de sus sentimientos y el miedo a la muerte de su cuerpo lo invadió
de una manera violenta, de la que no supo cómo librarse. Imaginaba ver su
silueta blanca hundiéndose en las aguas del mar o siendo devorado por algún
animal salvaje. Imaginó la tierra abriéndose bajo sus pies, el barro
cubriéndolo. Imaginó que se marchitaba, como las flores, que ya no podría caminar
o correr. Imaginó la pérdida de la vista, de la voz, del oído. Imaginó que
paulatinamente todas las cosas del mundo terminarían y encontrarían su muerte
cuando él la encontrara. Y esa ineludible coincidencia a la que al parecer
estaba destinado mortificaba su ser de una manera despiadada.
Autor: Gianna Piazzini Grajales.
Autor: Gianna Piazzini Grajales.
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